Malayerba: La Rana

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Era el único batracio temido. Todo era que pisara la calle: aquellos carros largos y de modelo reciente, la nube de pistoleros, los cartuchos colgando de las fornituras, la mirada caída y torva.

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No hablaba. Y para qué. Se imponía con ese paso que ladeaba su cuerpo a ambos lados. Esa presencia se adueñaba de la calle como una sombra. Silencio, murmullos, la gente refugiada en sus casas. Los niños interrumpiendo sus juegos.

Una pistola escuadra fajada. Un fusil cuerno de chivo colgando de su hombro. La uzi empuñada. Las fornituras cual cananas cruzando pecho y panza. Era como un rambo en plena guerra.

Don Beto platicaba que le gustaba ir a cazar. Que le caía bien al principio. Pero que desistió de salir de nuevo al monte con él cuando conoció su trayectoria y esa forma suya de resolver los problemas.

Cuando le avisaron por radio supo exactamente qué hacer. Se dirigió al lugar en dos automóviles que eran sus patrullas. Siete judiciales con él. Estaban atendiendo una llamada anónima.

Era un tipo que tenía el dedo suelto y se había agarrado disparando. La gente de aquel pueblo se quejó. Y allá iban ellos, hechos la mocha, por la internacional al sur.

Llegaron y aquél los recibió a balazos. Como pudieron buscaron protegerse. Cuando cesaron los disparos vieron cómo se refugió en una casa que parecía la suya. Ingresaron tras él.

Se oyeron gritos. Le pidieron que saliera, que eran policías. Contestó que se la pelaban: soy gente del Cochiloco. Su voz salía de abajo del colchón. Y hasta ahí llegó La Rana.

Por última vez. Sal cabrón o te va a cargar la chingada. Insistió en que trabajaba para el Cochiloco y que no le podían hacer nada. La Rana le respondió. Más bien el cuerno: sus balas cocieron el colchón.

Y desde entonces don Beto no quiso. No, este cabrón es un maldito. Pura madre voy.

Así que La Rana terminó por imponerse en el barrio. Y cómo no.

Todavía conserva el tabique desviado y una prolongada cicatriz en el labio inferior el borracho aquel. Y todo porque no se calló.

Siempre pasaba por ahí cantándole a la Martha, su amor en el vecindario. Luego recordaba el corrido de Avilés. Combinaba esos cantos entonados con el chirriar de sus dientes.

Pero terminó gimiendo en el suelo. Ensangrentado de cara. Todavía tirado recibió un par de patadas.
Por eso ya no pasó más. Ni le cantó a la Martha. Tampoco recordó al Pedro Avilés ni se le ocurrió oponerse a nada.

Pero lo peor vino después. Ese sí fue drama. El perro se le echó encima, como todos los días. Le tenía rabia o pavor. El caso es que todo era que lo viera salir de la patrulla y caminar hacia su casa.

Ahí empezaba el concierto. El perro le ladraba y lo perseguía iracundo. Él solo lo miraba, enfermo, con esos párpados caídos. No le hacía fintas y ni patadas le tiraba.

El animal era terco y fiel a su hocico: su posición era de ataque, como preparando el gran salto.

Pero La Rana se encargó temprano de dar por terminada la relación agreste. Desenfundó con parsimonia y seguridad. Siguió caminando, pero sin voltear. Giró apenas y con la pistola en la derecha. Y disparó.

La bala entró por la cabeza. Fulminado. Y la calle se puso de luto. Esa tarde anocheció más temprano. El crepúsculo tuvo prisa. Y La Rana le ganó al perro. Por eso le tenían miedo.

Artículo publicado el 21 de abril de 2024 en la edición 1108 del semanario Ríodoce.

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