Malayerba: Mojado

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Estaba haciendo un calorón. Y eso que era octubre. Mediodía. Pasaban por ahí y los encontraron a media calle, pisteando. Colinas de San Miguel, Culiacán. Cada uno con su cuerno de chivo.

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Ellos, agentes de la estatal preventiva, reaccionaron rápido. Los sorprendieron. Apuntaron con los erres. No hizo falta que desenfundaran las cuarentaicinco que colgaban de sus muslos.

Él hizo lo que debía. Para eso se la había pasado tantos meses entrenando en la academia de policía: ese uniforme gris limpio, la placa lustrada, fornituras recién estrenadas, botas impecables. Todo un policía.

Igual que sus compañeros y el jefe de grupo, hicieron que los detenidos se recargaran en una camioneta estacionada en el lugar. Sin voltear a verlos, los tipos le insistían al comandante que eran gente pesada, que el jefe de ellos era un bato pesado.

Pero los ignoró. Él y sus compañeros también. Hicieron como que no oían mientras esculcaban entre sus ropas, bolsas, billeteras y calzado. Identificaciones a la mano. Y luego pasar el reporte a la central para revisar si tenían cuentas pendientes.

Él se sentía bien. Le tocaba estar ahí y era su primera detención. Andaba por fin en algo importante. Veía la nota en los periódicos del otro día, en la sección policiaca. Y diría: ahí estuve yo, nosotros los detuvimos, a mí me tocó. Qué chingón.

En eso andaba cuando un ruido de motor lo despertó. Era una de esas camionetas altas, roja y rines de lujo. La vieron acercarse, pero no le dieron mucha importancia. Se paró adelante. El hombre bajó de un brinco y caminó hacia ellos.

Traía escarchada la mirada y los ojos profundos. Tejana y botas café que parecían rompecabezas. Mezclilla cubriendo sus piernas. Alhajas colgando por todas partes.

Llegó hasta el comandante. Le gritó. Qué te crees pendejo. A poco crees que son dioquis los billetes que le damos a tu jefe, cabrón. Una, dos cachetadas.

Ni refuerzos pidieron. No tuvieron tiempo. El recién llegado era el bato pesado del que les habían advertido los desarmados. Pero ahora los desarmados eran ellos. Y también humillados.

Los obligó a hincarse, pegados a la guarnición. Con la ayuda de su séquito les quitó celulares, radios matra, identificaciones y tarjetas para teléfonos públicos. Las armas, todas, pasaron a formar parte del inventario delincuencial.

Órale hijos de la chingada. Ahora me las van a pagar todas, pendejos. Los quiero acostados a todos, de volada. Acostados y boca abajo. Órale cabrones, a besar el pavimento.

Era mediodía, cómo no recordarlo. Pidieron que no se levantaran. Que no voltearan ni respiraran. Se fueron por esas calles zigzagueantes de Colinas de San Miguel. Perdiéndose entre las frías y solitarias mansiones.

Pasaron un par de minutos en esa postura. La respiración se escuchaba agitada. Retrataron en esa eternidad las miles de piedritas mezcladas con el pavimento. Hasta que el comandante les dijo que se levantaran.

Salieron de ahí rumbo a las oficinas de la corporación. Hicieron un parte informativo reportando los hechos a los jefes. Estaban consternados, compungidos, nerviosos y frustrados.

No se comentó al respecto. Era como algo que había sucedido, pero no. Nadie debía enterarse, menos la prensa. Secreto de Estado.

A los días llegaron las armas y los radios. Todo nuevo. Pero él ya no las quiso. Había decidido irse de mojado. Y de qué vas a trabajar. Pues no sé. Ya no quiero ser policía.

Artículo publicado el 28 de abril de 2024 en la edición 1109 del semanario Ríodoce.

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