Malayerba: La rendición

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Cuando jaló el gatillo tuvo un presentimiento y se preguntó en silencio: no será esta mi firma final, mi sentencia de muerte.

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La víctima quedó casi en cuclillas. Un hilillo de sangre que se iba haciendo gordo emanaba de su cabeza, muy cerca de la nuca. Las botas tipo militar rodeándolo. Los agentes de la Ministerial y de la Policía Municipal haciéndose presentes.

Algunos de ellos habían participado. Otros vestidos de civil que nadie sabía quiénes eran también estaban ahí, mirando, cerciorándose, esperando la ceremonia: el asesinado era el trofeo, después vendría el premio y la paga.

Salió de ahí. A los días lo buscaron los que le habían hecho el encargo. Estaba lista la recompensa, pero no sabían si quería pasar por ella y prefería que se la llevaran. Da igual. Fue por ella.

Los jefes le dijeron muy bien. Lo felicitaron. Habrá más jales, otros trabajitos, necesitamos saber que podemos contar contigo. Después de esto por supuesto ya no nos lo preguntamos. Así que seguimos en contacto. Pendientes.

Su tranquilidad se vio rota cuando supo que también lo buscaban los del otro bando. Ellos querían hacer cuentas. Sus cuentas: terminar con él, pagarle con la misma moneda, ejecutarlo.

Primero se sintió confiado. Me van a proteger, pensó. Su corazón cabalgó de nuevo, agitado, cuando se dio cuenta que no lo protegerían. Sus jefes andaban más metidos en sus propias guerras, en protegerse ellos y asegurar a sus familias.

Tenía que acudir a sus amigos. Los más cercanos, algunos policías y otros matones de su confianza, lo ubicaron en casas de seguridad. Buscando dar con él sus enemigos avanzaban y mataban. El fuego estaba cerca. Sintió la lumbre. Sintió quemarse.

Saltó de casa en casa. Combinó sus movimientos alojándose en hoteles y moteles. Buscó a parientes. Pero su huida estaba convirtiéndose en un panteón. Tras cada paso que daba quedaban invariablemente manchas de sangre. Muertes colaterales.

Decidió huir a otra ciudad. Tampoco se sintió seguro a 200 kilómetros de Culiacán. Así que traspasó las fronteras estatales y terminó en ciudades y pueblos más allá de El Desengaño y La Concha.

Salto de mata. Salto de calle, de cuadra, de ciudad. Salto de casa en casa, de hotel en hotel. Salto mortal. Más, más allá, lejos. Que las balas no lo alcancen ni los delatores ni las miradas asesinas de los enemigos.

Regresó exhausto a la ciudad, acumulando cansancios de tantos brincos y sobresaltos. Las ojeras se ahondaban y de grises ahora eran malvas, como hoyos negros. Los insomnios lo convirtieron en un tipo de hombros caídos, sicótico e irasible.

Regresó con la idea de hacerse el loco. Alguien se lo aconsejó. Tal vez, con ese aspecto, te perdonen, te dejen en paz. Un siquiatra le aconsejó cómo fingir. Lo remitió al manicomio. Quedó internado.

Sedado, acostado, encerrado. Los otros locos lo estaban enloqueciendo. Sus fantasmas estaban ahí y no había garantía de perdón ni olvido. Seguían buscándolo con ahínco.

Salió de ahí gritando que se había sanado, que estaba bien. Con el terror en sus ojeras y en su corazón agitado y cansado, volvió a su pueblo. Lo protegieron un tiempo. Después, a las semanas, bajaron la guardia.

Lo encontraron en la cancha de básquetbol, jugando con unos niños y sus cuates. Los vio cuando llegaron en una camioneta. Estaba harto, enfermo. Lo cercaron y los dejó. Sacaron las armas y dijo no es necesario, me rindo.

Levantó los brazos. Y así quedó, con los brazos extendidos, boca abajo y un balazo en la cabeza, cerca de la nuca.

Artículo publicado el 22 de octubre de 2023 en la edición 1082 del semanario Ríodoce.

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