Malayerba: Morir en carretera

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La voz se oyó tibia y al mismo tiempo lejana. Era un ofrecimiento sincero, emanado de un rostro compungido. Y ella lo desestimó. No tengas miedo, no pasa nada.

Lea: Kalimán

La voz de su amiga volvió a sonar, ya más calmada, que la próxima vez no iba a ser así: Llegas temprano, aquí puedes comer, dar tus vueltas, cenas y te quedas a dormir, para que no te agarre la oscuridad en la carretera.

Eran públicas las versiones de que eran peligrosos esos 200 kilómetros de recorrido, y más de noche. Ese tramo de Ruiz Cortines y Guasave. Incluso en Las Brisas, y también el paso por Angostura. Y no se queda atrás Culiacán.

En esa honda y sombría capa negra que tiende la noche en el campo, en esa carretera, se extraviaron sueños y se encontraron la carne y el hueso con trocitos de plomo: chirriaron los neumáticos, rompieron el silencio oscuro los cañones, mancharon el asfalto los restos humanos de sicarios, inocentes, pasajeros y turistas.

Ahí quedan las dos mujeres desaparecidas que nadie investiga y de las que nada se sabe. Partieron del norte rumbo al sur y se extraviaron en no se sabe qué punto. Solo las familias gritan, reclaman. Y aquí desaparecer es extinguirse.

Pero ella dijo, Vámonos mamá. Prefería llegar a su ciudad a quedarse en Los Mochis y sus convoyes de camionetas, sus calles ocupadas por fusiles y granadas y balaceras.

Tomó el volante y emprendió el regreso.

En Ruiz Cortines apedrean. En Batamote asaltan. En todo el tramo matan.

Pero no hizo caso. Lo malo no nos puede pasar a nosotros, masculló, tal vez. Y pasaron el cerro de La Memoria y se persignó. Su madre hizo lo mismo y luego se olvidaron de todo y se pusieron a platicar.

Ella una joven abogada, dueña de una belleza con imán para las miradas. Madre de familia de dos y trabajadora, de lucha, de partírsela diario y a toda hora.

Comentó antes de salir que prefería irse en el vehículo del hermano porque llamaba menos la atención. Es que, mmm, no vaya a ser. Vale más prevenir, ¿no? Bueno, igual no creo que pase nada. Vámonos.

Y las llantas, ese cofre, esos fanales, iban devorándose la carretera. Y la noche lo cubrió todo. Y el motor rugiendo, copulando con las señales viales pintadas en el chapopote. Allá, a lo lejos, las luces intermitentes del teléfono de emergencia les coqueteaban.

Y ellas avanzaban, adentrándose en la noche, en sus fauces voraces, en ese hocico interminable que va recto pero que parece sinuoso por tanta y tan densa oscuridad.

Hablaban quizá de los niños y la escuela. Que si van a salir adelante con los nuevos proyectos. La Navidad está encima. Los regalos, las fiestas, la posada. El trabajo no podía parar y hasta en los descansos daba para pensar y conversar.

En algún punto se les emparejó un vehículo que ya las seguía a corta distancia. Cuando tuvieron a madre e hija a un lado, les dispararon: rompieron la noche. Ellas quizá voltearon. Seguro gritaron. Contorsionaron pensando en protegerse. En un hálito, tal vez, se encomendaron.

Cuando dieron la noticia, familiares y amigos no lo creían. Pero cómo, por qué, cuándo. No es posible, dijo una de las que recibió la noticia, casi a las nueve de la noche. Pero eran ellas, abatidas.

A unos 150 kilómetros atrás una mujer se quedó sin aliento y se desmoronó: y pensar que las había invitado a quedarse.

Artículo publicado el 01 de octubre de 2023 en la edición 1079 del semanario Ríodoce.

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