Malayerba: Kalimán

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Le pusieron Kalimán por ese intenso azul en sus ojos: el mar nítido, transparente y calmo en esas cavidades como quinqués, siempre iluminados, fanales para mirar y ser admirado.

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Desde la preparatoria asumió que era “carita” y que podía hacerla de galán con las morras. Además tenía simpatía, caía bien a los demás, sobre todo a las mujeres, también amiguero, precoz, calculador, ambicioso y aventado.

Después de primero de prepa se les perdió de vista. Nadie explicó nada. Regresó a la ciudad ya hecho un hombre. Todavía mejor parecido, con esa carita blanca, de ángel, y esos ojos marinos.

Traía mucho dinero en las bolsas del pantalón; nadie sabía de qué. Y sacaba y sacaba billetes y nunca se le acababan. Ya no era tan simpático, pero conservaba esa sagacidad en el terreno de los negocios; seguía siendo aquel tipo arrojado y temerario.

Pero esa mirada, esos fanales intensos, tenían la dosis de la desconfianza. Se hacían chicos como queriendo escuchar mejor, pero en realidad escudriñaba a sus adversarios e interlocutores. Negociaba y al mismo tiempo escaneaba la ropa, los ademanes.

Ya no era tan fácil que se fuera con la primera impresión. Estudiaba a quienes trataba: el sentado, cómo se paraban y caminaban, si mantenían la mano en la bolsa del pantalón, el tipo de calzado, el peinado, la forma en que lo miraban.

Se hizo de ranchos. Las tierras estaban siempre cerca de los canales de riego. Tierras de calidad: para la siembra de hortalizas que debía exportar, para frijol y maíz, sorgo y trigo. Hectáreas selectas, rendidoras, productivas.

Buscó quién le ayudara a administrar y encontró cómplices. Contrató empleados que terminaron siendo sus jornaleros, la servidumbre, los achichincles y tacuaches: siempre a sus pies, con un usté mande, dígame patrón, ordene jefe.

Pagó seguridad y se le aprontaron los policías. Cuanta patrulla se le atravesó fue bautizada con montoncitos de billetes verdes y morralla de muchos de a cien pesos.

Recorría sus propiedades. Esos azules lustrados en su mirada. La superona, como él le decía, a la treinta y ocho que siempre traía fajada y surtida de plomo.

Algo falló en ese amarre para trasladar la coca que de los tres aviones que estaban de viaje ninguno llegó a su destino. Dos de ellos desaparecieron como por arte de brujería: tragados por las nubes, las montañas obesas y altas, el viento despiadado de las tormentas de agosto.

La Policía Federal le decomisó en un operativo ochocientos kilos del polvo. Y él se sintió flaco, débil y mareado. Tenía comprometida esa coca. Tenía que pagarla a los colochos.

Vendió tierras y ranchos y camionetas. Todo para el barril sin fondo de los abonos. De tratar de enmendar las cosas, de volver a empezar, de mandar señales de que quería pagar pero que no le alcanzaba.

Los colochos mandaron una comitiva desde Colombia. Tenemos que arreglar este asunto. Él supo y los recibió. Le dijeron, Vienen los jefes, quieren platicar. Les contestó, Yo los recibo, les tendré una fiesta allá, arriba, y ahí platicamos.

Llegó el avión. Bajaron los de la escolta. En el rancho había cortes finos: tibón, ribai y cabrería. Güisqui, cerveza y material para inhalar. Pescados fritos, sarandeado. Mariscos para la botana.

Le entraron de a poquito. Él desconfiado, queriendo que los otros olvidaran, le dieran tiempo, negociaran. El jefe les hizo una seña al resto, a su séquito. Sacaron armas y lo subieron a la avioneta.

Ni volteó. Los empleados, achichincles y cómplices. Lo vieron elevarse. Para no bajar.

Artículo publicado el 24 de septiembre de 2023 en la edición 1078 del semanario Ríodoce.

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