Malayerba: Cincuenta

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Empezó en la policía como guardia personal de uno de los comandantes. Y cuando a su jefe lo ascendieron, él también gozó de las mieles de alcanzar un puesto mejor: encargado de operativos especiales.

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Lo decía y se la caía la baba. Soy el encargado de operativos especiales. Sí, operaciones especiales. Jales importantes. Trabajos pesados. Me tienen para chambas que no cualquiera… yo me las aviento.

Diez años en la policía. Diez años que empezó de mandadero. De correidile. Hasta los cigarros y refrescos le encargaban sus superiores. Se calmaron un poco esos mandaditos cuando el comandante le dijo, Vas a encargarte de mi seguridad. Él y otros cuatro.

Entonces andaban con el jefe para allá y para acá. En dos camionetas. Llegaban primero, limpiaban, verificaban que todo estuviera bien, sin riesgos ni sospechas. Después llegaba él, a los segundos. Todo bien. Adelante.

Y él ordenaba. Se sentía el jefe de la cuadrilla de guardaespaldas. Agarra por aquí, dobla a la derecha, luego a la izquierda. Cuidado, cuidado. No dejes que se meta este cabrón. Acelera, frena, detente, despacio.

Disfrutaba lucirse. Saca la burbuja y préndela. Vete en código por todo el bulevar. Abriendo paso, desplazando carros chicos y grandes, usando el ronco claxon o la sirena de la policía para pasar más rápido y burlar los semáforos.

Después vino lo bueno. Su jefe le anunció me voy de comandante. Te quiero cerca de mí, que seas el jefe de operativos especiales. Nos urge combatir el robo en el campo, en la actividad agrícola, robo de cosecha y ganado.

Un rayo de sol se posó efímero en su mirada. El signo de pesos le hizo cosquillas en las bolsas del pantalón. Sintió que su billetera le tocaba la nalga derecha como diciendo, Ei, acuérdate de mí.

Lo que usted diga, comandante. A la orden, ya sabe. Usted manda, usted ordena, yo obedezco. Mi jefe, mi comandante. A sus órdenes.

Terminó su ciclo entre los surcos y camionetas de redilas, en los empaques y caminos de terracería, bordando los drenes y canales. Ya era hora, se dijo por dentro, cuando le anunciaron va a haber cambios.

Te vas, le informó el comandante. A dónde mi comandante. Te vas pero te quedas. Cómo está eso, mi jefe. Mira: te quedas en operaciones especiales, pero a la sorda, aquí, entre nosotros, para que investigues los homicidios más relevantes, los más pesados.

Ah, órale. Sí, mi comandante. Usted ordene, mande, diga.Y le

entró a los jales que le habían encargado. La lista de asesinatos se le engrosó y cuando las investigaciones se le echaron encima fue su jefe quien lo sacó: Mira, con este no te metas, este otro no tiene remedio, déjalo, a aquel haz como que lo persigues, pero hasta ahí.

Entiendo mi comandante. No hay problema.

Y lo sacaban de apuros.

Quedó solo cuando al comandante lo movieron a la capital. Tú sigue, le dijo. Luego vemos.

Libre y con las manos crecidas sintió el campo abierto y él su dueño. Obtuvo jugosos botines y llenó bolsillos y billeteras. Te detengo y te llevo a la pegeerre, a menos que me des quince mil. Al final, se conformaba con diez.

Aquel puchador gordo le advirtió, A mí no, compa. Si me llevas me van a rescatar y te van a chingar. A ese le pidió cincuenta. Cincuenta mil y aquí no pasó nada. El narco lo amenazó: Habrá pedo.

Cuando lo llevaba a los separos de la policía lo rebasaron dos carros. Se bajaron cuatro, le apuntaron y le dispararon mientras se acercaban. Le dieron los cincuenta que pedía, pero en plomo.

Artículo publicado el 17 de septiembre de 2023 en la edición 1077 del semanario Ríodoce.

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