Malayerba: Te voy a matar

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En carro nuevo, saliendo rumbo al norte. Jorge escuchó un ruido y le pareció que venía de la llanta derecha delantera. Se orilló y empezó a revisar. En eso se le emparejó un automóvil con dos hombres a bordo. Uno de ellos le dijo, Llévame.

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Uno, el que manejaba, le apuntaba con un arma oscura de hocico seco. El otro la traía fajada y se esmeró en enseñarla. Jorge los miró y le dio las llaves al que estaba de pie, Ten, no quiero broncas, es tuyo.

El otro le dijo que no con la mirada y con esos movimientos de cabeza. Regresó al carro, abrió una de las puertas para sacar una hielera en la que nadaban varios botes de cerveza en un mar de piezas cilíndricas y transparentes. La colocó en el piso delantero del otro automóvil y le dijo, Súbete.

Además de la pistola sacó un cuerno de chivo, se lo puso en las piernas y se acomodó en el asiento para manejar. Le dijo a Jorge que se subiera. Si cometes una pendejada te mato.

Dio vuelta en u, rumbo al sur. Pásame una cerveza. El sol empezaba a incendiar la bóveda celeste y él le ordenó que no volteara a verlo. Traía el fusil a la mano y siguió manejando tranquilo, sin prisas no desarreglos. En un punto de revisión sanitaria bastó con mostrarle el arma larga para que el inspector se alejara.

Pon música. No, no, esa está muy mamona. Busca otro disco. Le dijo que tenía buen carro, que se iba a quedar con él, pero que antes tenían que dar unas vueltas. A más de cien kilómetros del lugar inicial le dijo, Bájate. Él descendió del otro lado y le dijo, con una tranquilidad espantosa, que se metiera al monte.
Híncate. Voltea hacia allá. Te voy a matar. Tomó el arma con su derecha y con la izquierda subió el cartucho. Rezó, lloró copiosamente. Jaló el gatillo y se oyó la detonación y enseguida el pi, en su oído. Vámonos. Él sintió que se había meado: líquidos escurriendo pierna abajo. Se revisó. Nada.

Le ordenó que volviera a su asiento y le pidió otro bote de cerveza. Siguió manejando. Faltaban pocos kilómetros para llegar a la ciudad. Volvió a orillarse y con esos dedos que antes empuñaban el arma apretó el recipiente de aluminio hasta arrugarlo. Crac crac.

Así estuvo: tarareó una canción que confesó no le gustaba del todo pero no había más. Hasta movió con ritmo su pie derecho. Viró a los lados con su cabeza, como sumergiéndose en el verde, azul, morado, rojo, amarillo, anaranjado del cielo pariendo un sol más.

Bájate cabrón. Bajaron ambos. Él tomó de nuevo el arma corta, pero la mantuvo abajo. Camina para allá, sin voltear. No voltees porque te mato. Camina. Avanzó lentamente y esperó el bang. Oyó pasos que no eran los suyos. Un carro yéndose.

Las piernas flacas, brincando sin despegarse del suelo. Líquidos por todos sus orificios. Empezó de reojo, veinte, treinta grados. No miró nada. Cincuenta, sesenta, setenta grados. No voltees, no. Se repetía.
Volteó queriendo que no se notara. Hasta que avanzó tres kilómetros: imperio del silencio, en medio de ramas y árboles. Nadie lo seguía.

Artículo publicado el 07 de agosto de 2022 en la edición 1019 del semanario Ríodoce.

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