Malayerba: Policías y delincuentes

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Tacos de tripa y quesadillas mixtas. Ideal para esos fines de semana de juerga. El sitio era el de siempre: los tacos de la Revolución, con don juanito y esa carne asada a las brasas.

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Cuatro órdenes para cuatro hampones. Fin de semana sin chamba: también nosotros tenemos días de asueto, pero sin lana garantizada. Con un solo jale, un encajuelado, un viaje a la frontera o al otro lado, sale para la quincena y más.

Y en medio de esas tecates sudorosas y arropadas por la escarcha, los trajines por el malecón nuevo en busca de nuevos ligues y ese sonido estereofónico para hinchar los tímpanos de toda la ciudad, decidieron darse un recreo gastronómico en la carreta de tacos.

El atractivo no son las salsas ni la generosidad de don juanito a la hora de servir las órdenes. Ni siquiera la ubicación o el buen servicio, que sí lo hay. Más bien la carne, esa consistencia, esos jugos rojizos, la blandura al masticar. Y el sabor… mmm. Daba para chuparse los dedos.

La carreta era para ellos. Cuatro clientes y todos en la banca. Las salsas, los pepinos y rábanos. Cebolla asada y chiles toreados. Limón y aguacate. Todo pa’que amarre.

Pero esos dos les echaron a perder el rato. Y el taco. Fingieron interés en la cena. Se asomaron al rinconcito en el que se asaba la carne y parecieron prepararse para pedir tripa y asada.

Los cuatro los miraron como quien ve aparecerse al que le echa a perder ese festín gastronómico, resignados.

Don juanito, sus dos hijos y esposa, se dividían las tareas. Los niños se encargan de llevar los platos y servir el agua y los refrescos. Los adultos, marido y mujer, no le quitaban la mirada a la parrilla, las salsas y las tortillas.

Fue justo ahí cuando el tiempo se detuvo. Ellos, esos dos, tuvieron permiso para seguir en lo suyo, creyéndose impunes: sacaron pistolas, una veinticinco y una veintidós, para amenazar a los encargados.

Con esa mirada atrapada por los enervantes, el que parecía mandar les gritó que le entregaran todo. La señora no vaciló. Era un buen fin de semana, principio de quincena. El botín era bueno, pero no era para ellos.

Con torpeza y apuro llenaron los bolsillos de sus pantalones con billetes y monedas. Dos pasos atrás, sin dejar de apuntar sus armas. Media vuelta y a correr.

Los otros cuatro se quedaron quietos. Intercambiaron miradas, interrogándose. ¿Vamos?, ¡Vamos!, caminaron apurados hacia sus camionetas, dos lobo con cristales de humo. Cortaron cartuchos en sus cuernos de chivo, una cuarentaicinco y una nueve milímetros. Tras ellos.

Tomaron esa calle ancha con el acelerador cerca del fondo. En la primera esquina dieron vuelta a la derecha. No podían estar lejos. Metros adelante los encontraron. A gritos y con las armas apuntándoles los sometieron fácilmente.

Los esculcaron después de los respectivos cachazos y una que otra patada. Doblados e implorando que no los mataran, entregaron todo, hasta sus credenciales de elector. Si ustedes hacen algo, ya sabemos dónde viven putos.

Regresaron hasta la carreta y apenas llegaba una patrulla de la policía municipal. Todo fue que los vieran de cerca y los agentes les dieron la sorpresa: los asaltantes eran de los mismos, agentes de la corporación. Ahora estaban detenidos.

Los cuatro justicieros, malandrines consumados, quienes se autodenominaban la cuadrilla de la muerte, festejaron el triunfo: otra vez le habían ganado a la policía.

Artículo publicado el 17 de marzo de 2024 en la edición 1103 del semanario Ríodoce.

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