Nadie quería el puesto. Huele a muerto, les contestó.
En la policía las cosas andan mal: muchos asesinatos, bajos salarios y podrición. En las filas de la corporación faltaban chalecos antibalas y cartuchos, pero sobraba el pavor. El miedo andaba a gran velocidad.
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Más de treinta policías muertos. Quince federales abatidos en menos de un mes. Cuatro agentes desaparecidos. Uno degollado, otros encostalados, envueltos en cinta adhesiva, de esa color canela. Torturados, esposados. La vida es una oquedad en la ciudad.
Vámonos en camión, le dijo un policía a otro. Son del área de investigaciones. Se supone que son agentes más preparados, capacitados para indagar, para resolver casos fuertes, complicados. Pero ahora no resuelven. Revuelven.
No quieren subirse a la patrulla. No vaya a ser que nos carraqueen. Prefieren irse a trabajar en camiones del servicio de transporte urbano. No quieren traer uniformes ni insignias. No quieren trabajar. No en la policía.
Si el gobierno hace como que nos paga, nosotros hacemos como que trabajamos.
Comandante, lo llaman de la central. Y el comandante extrañado, enderezó su cuerpo, preparó fornituras, chaleco, balas y glock. Se irguió y camino despacio para despedirse del sillón y de su escritorio.
A sus órdenes. Lo recibió el director. Zetauno. Esa es la clave. Zetauno es el jefe de la policía. Zetauno tiene miedo. Zetauno trae muchas balas. Zetauno porta la escuadra a la cintura y cuando sale van cuatro o cinco con él. También traen fusiles automáticos.
Siéntese comandante. El comandante se sienta. No esta nada cómodo ni en ese sillón en el que se le hunde el culo. El mueble es suave y fino. Pero él casi queda en cuclillas, frente a Zetauno. Lo intriga por dentro qué se traerá el jefe.
Mire comandante. Queremos que tome el lugar de zetatres. Va a tener mejor salario y cincuenta agentes a su cargo. Le vamos a dar nuevas patrullas, de esas recién pintadas, del año.
Usted sabe que las cosas están bien cabronas. Que la gente anda desatada. Hay mucha violencia en las calles, muchos homicidios. Usted puede con el paquete, nosotros lo sabemos, lo valoramos, queremos apoyarlo, contamos con usted, es de nuestro equipo. Éntrele.
A él le gustó la idea. Más salario, policías bajo mis órdenes, patrullas nuevas. Pero en su mente reviró: más peligro, más obligaciones y responsabilidades. Y en las calles el tableteo de las ametralladoras. El fuego cayendo, rostizando, perforando uniformes y cuerpos. Las ropas teñidas de rojo. Siempre de rojo.
Aceptó a pesar de la letanía fatal. Reunió a su gente, pero ellos no quieren patrullar. Son de su equipo. Experimentan el pavor de jugar al tiro al blanco. Y ellos son el blanco.
Le dicen que no. Y él que sí. Le piden balas y les contesta, no hay. Le exigen gasolina para mover las camionetas y él guarda silencio.
Él les tiene confianza. Son su gente, ha trabajado ya con ellos. Le dicen que no quieren salir a las calles: no hay cartuchos, no hay para gasolina y dos mil pesos de viáticos no alcanzan ni para la semana.
Tienen razón, pero no lo convencen. Le repiten lo que sabe. Aquí nadie quiere hacer lo que le toca, ni los jefes. Por qué habremos de hacerlo nosotros. Porque es nuestra obligación. O qué, ya se les olvidó.
No, claro que no, comandante. Pero esto huele a muerto, eso es lo que no se nos olvida. Huele a muerto y eso que es la policía.
Apenas cinco días antes acababan de ejecutar al que era zetatres. Y él lo estaba relevando. Ellos.
Artículo publicado el 10 de marzo de 2024 en la edición 1102 del semanario Ríodoce.
