Malayerba: Viejo y oxidado cuerno

malayerba-viejo y oxidado

El cadáver en medio. El padre en uno de los extremos de la habitación, arrinconado, agachado, con el sombrero ensombreciendo su ya de por sí acongojado rostro: colmado de abismos.

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La madre en la cocina, chillando, moqueando. Meneaba la cuchara metida en la olla de los frijoles caldudos. En la hornilla de junto estaba el cazo del café, que tenía como vecino el comal con tres, cuatro tortillas recién hechas.

Y los mocos viajando. Las lágrimas cuesta abajo. Trataba de contenerse, desesperada. Y en medio de los movimientos en la cocina quería sonarse los mocos, tomar un pañuelo y secarse. No podía multiplicarse con sus dos manos, y menos si tenía en medio su dolor. Y a su hijo tendido, muerto.

En un movimiento brusco y rápido, el padre llamó la atención de todos: unos vecinos, otros familiares y amigos, y entre los quince asistentes, sus otros tres hijos, todos varones.

Miren, acérquense. Miren a su hermano. ‘Ta muerto. Tan frío, tieso. Miren na’más. Qué bárbaro. Qué fácil lo matan a uno. Así, rápido, se va la vida. En un abrir y cerrar de ojos. Un santiamén. Miren a su hermano. Chingao.

Los tres jóvenes miraron al padre. Y miraron después el cuerpo tieso, de orificios maquillados por la sangre seca.

Era un chavo de diecisiete años. Era blanco. De carrilla le decían albino. Allá en la sierra, en medio del frío que convierte el cartílago en hueso, que hace bailar las mandíbulas, brincar las palabras, temblar las sombras, él siempre andaba chapeteado en cachetes y frente.

Pero ahora estaba ahí, con ese color transparente, esa tela blanca, mortecina, incolora, en su piel: sin brillo, traspasada por la no existencia, fantasmal, inanimado, como una máscara, un maniquí, un títere sin hilos, un lote baldío.

Miren nomás. Su hermano. Su hermano perforado, desangrado. Si en la mañana salió de aquí, vivito. Iba bien mijito. Iba cantando, chiflando. Le di la bendición. Se perdió entre el monte. Luego vi, de lejos, que subió por las veredas, hacia la cañada.

Vengan pa’cá. Júntense. Hágase a un lado compa, deje que pasen mis hijos.

Los muchachos, todos veinteañeros, se arremolinaron con su padre, junto al hermano muerto, tendido en una mesa grande, de madera, que antes estaba en el zaguán.

Los otros asistentes se movieron hacia la puerta. Permanecieron juntos, también, esperando a la doña del rosario para empezar a rezar. Tomaban café y tequila. Hablaban en voz baja. Otros, los más cercanos, lloraban en silencio.

Y se escuchaban entre susurros los snif intentando recolectar de nuevo los mocos. Los hondos platos eran golpeados por las cucharas, entre sorbo y sorbo de los frijoles caldudos.

Y el padre ahí, hablando, triste. Lamentándose. Todos pensaron, porque así lo platicaron después, que los reunía para decirles que ese no era el camino, que se alejaran de las armas y la violencia.

El padre se quitó el sombrero. Lo tomó con las dos manos, como arrepentido. Y arreció su discurso, preguntando a sus otros hijos, Saben por qué está así su hermano, saben. Ellos se miraron y lo miraron a él. Silencio.

Saben o no saben. Su hermano está muerto. Mijito, por qué te moriste, chingao. Saben por qué. No, no saben.

Porque se llevó este rifle, este pinche rifle. Y mostró un cuerno de chivo, viejo y oxidado. Y le dije cuando se fue, Mijo, no te lleves ese, llévate este otro, ‘ta nuevo, ‘ta mejor. No te vayas a topar con los enemigos, los Castro.

Por eso se murió. Lo mataron. Mataron a mijito. Por pendejo.

Artículo publicado el 03 de marzo de 2024 en la edición 1101 del semanario Ríodoce.

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