Malayerba: Ruina

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Se endulzó la vida con los frutos en forma de billetes de dólares ganados por su hermano. Y cuando le fue mal a él se quedó en ruinas.

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Era el mayor de tres. Todos nacidos en la sierra: el suelo seco, agrietado y las altas temperaturas, conformaban el horizonte en el verano. Las lluvias humedecían la tierra y afloraban espontáneas las matas y luego las flores y los sembradíos. Y con las lluvias volvía a esa región el Ejército.

Él era el mayor. Muy unidos, muy pegados. Juntos hasta en las malas, para repartirse golpes y azotes.
La Policía llegó hasta ahí investigando asaltos y robos en los caminos asolados. Como era el más grande, los agentes se fueron sobre él. Buscaron un mezquite y lo colgaron de cabeza, atado de manos a la espalda y el pelo revuelto, desgreñado.

Les dijeron a todos, Vean, para que entiendan. Y obligaron a los menores a padecer el espectáculo: temblores a cada golpe, chicotazo y tablazo, estertores de miedo y pavor, de impotencia, llanto de odio y rencor.

Tengan cabrones. Tengan. Para que se dejen de pendejadas. Para que no anden robando ganado ni asaltando. Órale hijo de la chingada.

Y ustedes para que agarran la onda. Para que entiendan. Vean lo que les va a pasar.

Pero no escarmentó. Ni él ni ellos. Por eso volvieron los polis y como no lo encontraron se fueron en contra del único que estaba en la casucha: el menor.

A Miguel Ángel le hicieron lo mismo. No tenía edad para empuñar armas ni andaba de bandido, pero el parentesco fue suficiente para que los de la Policía le hicieran lo mismo: colgarlo de ese mezquite y darle de palos y cintarazos.

Semilla sembrada. Más odio y resentimiento.

Ese niño emigró pronto de los asaltos camineros a los bancarios y de ahí a las avionetas y el trasiego de droga. Y con los costales de billetes compró ranchos, policías, camionetas de lujo, casas y ganado.

El Ejército lo persiguió y logró capturarlo. Le encontraron armas y droga y billetes verdes. Lo encerraron una vez y se les fue. Lo volvieron a encerrar y se les fugó de nuevo.

Estaba encumbrado por sus operaciones exitosas en el terreno de las drogas. Y lo encumbró el Gobierno con tantas aprehensiones y esa forma espectacular de ser aprehendido y luego burlarse en cada fuga de las cárceles estatales.

Y eso le llenó el buche al mayor de los hermanos, quien probó las mieles del dinero y la fama. Se vistió de buchón y compró camionetas Prospector, Ram y Suburban. No era su trabajo ni su dinero, sino el de Miguel Ángel. Y a él le tocaba usufructuarlo.

Presumió de su sangre, de la audacia de su carnal que lo mismo asaltaba bancos que ejecutaba enemigos de sus jefes, transportaba mariguana y se enseñoreaba con tanta fama.

Él lo miró de lejos y de cerca. Instaló un sombrero en su cabeza, se puso botas y camisa a cuadros, para presumir su nuevo estatus. Hocicón, pero desarmado. Escandaloso e inofensivo.

El Ejército lo detuvo por su aspecto, lo acusaron de gavillero, narco y asaltante, y tuvieron que soltarlo rápido: no tenía más delito que ser el hermano mayor de Miguel Ángel.

Después los detuvieron a los tres. El Gobierno dijo que traían un arsenal. Todos fueron liberados menos Miguel Ángel, quien ya había engrosado su expediente delictivo. Salió a los años del penal, pero esta vez muerto: lo habían ejecutado.

Huérfano de hermano mayor, se quedó seco, agrietado como ese suelo de verano. Se acabó el dinero y la fama no fue suficiente para seguir viviendo.

Terminó calcinado después de estrellar su vieja camioneta contra un trailer. No pudo ganarle el paso.

Artículo publicado el 20 de agosto de 2023 en la edición 1073 del semanario Ríodoce.

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