Malayerba: El columpio

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Los niños sentados. El viento fresco bailaba en el pelambre pegajoso por tanto gel. Arriba de los columpios: demasiado grandes para mecerse en ellos y muy chicos para botar la pelota en la cancha de basquet que ya habían ganado esos orangutanes.

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Hablaban de la tarea que les habían dejado en la escuela, del balón de futbol que no tenían y de los Tomateros de Culiacán que no se recuperaban de la mala racha.

Un muchacho que ya conocían de vista se aproximó. Se unió a la plática justo cuando conversaban de esos que les habían ganado la cancha a pesar de que ellos habían llegado primero. Pero como no tenían balón para patear o botar, y apenas eran dos, fueron desalojados: esos despiadados que sin más llegaban y atropellaban.

El recién llegado les dijo que podía conseguirles trabajo. Y protección. Que de esa manera nadie más iba a pasar por encima de ellos: pónganse a vender, trabajen para mí y si les va bien y se portan bien y hacen negocio con nosotros, van a tener billetes y a subir de puesto y poco a poco van a convertirse en los nuevos jefes.

Y de qué trabajas, loco. Vendo de la blanca. Blanquita y de buena calidad. Y qué es eso. Droga, cocaína. Les puedo prestar pa que empiecen. Luego me pagan, eso sí. Si quieren ahorita llamo y me traen la lana. Y también la mercancía. Ustedes nomás digan ya. Y empezamos ahorita.

Los otros dos lo escuchaban atentos. En las pausas se miraban entre ellos, interrogándose bajo esas pestañas: los ojos brillaban de tanto grito interrogante.

Apretaban con esos dedos minúsculos las cadenas de las que pendían los asientos de los columpios, acomodaban las nalgas y las acomodaban de nuevo. Uno hacía dibujos con la puntas de los tenis. El sol fenecía.

No la piensen, morros. Se ubicó por encima, a pesar de que no era mucho mayor que ellos. Sin mostrarla, les dijo que andaba armado. Que si decían sí les iba a asignar un bato como él y los iban a llevar a otros parques y escuelas y barrios, para que empezaran. Pero si quedan mal, si mienten o roban, los vamos a matar.

Yo tengo buenos teléfonos. Miren, este blacberri. Ta chingón. Ellos lo vieron asombrados. Más gritos y centellas en esos ojos grandes y redondos. Uno se talló el pelo y el otro quiso desterrar la baba que salía sin permiso en un extremo de sus labios.

Se acuerdan de Miguel, aquel morro que siempre andaba conmigo. No más vean cómo viste, el celular que trae, los tenis esos, creo que se llaman suis. No sé. Además trae una compu y un aifon. No, el bato se da la gran vida. Tan perrones esos aparatos.

Más baba. Más tallones en la cabellera pegajosa. Más guiños y relámpagos en esas miradas todavía inocentes. Ahorita mismo le llamo al jefe. Los llevo, se los presento, pa que les dé un adelanto. Les va a ir bien, morros. Tons qué. Le entran o no. Los dos se vieron nuevamente.

Uno negó con la cabeza. Luego levantó y pronunció un simple no. El otro lo vio a la cara y le dijo lo mismo. No, yo no le hago a eso. Mensos. Y se fue apurando sus zancadas.

Ta pero bien pendejo este güey si cree que le voy a entrar. Sí, pendejo él y pendejos nosotros. Ámonos.

Artículo publicado el 13 de agosto de 2023 en la edición 1072 del semanario Ríodoce.

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