Desplazados en Sinaloa: Nadie los recibe, nadie les dice adiós

Desplazados en Sinaloa: Nadie los recibe, nadie les dice adiós

Lejos de volver, los habitantes de los altos de Sinaloa de Leyva regresan por lo indispensable para no ser fantasmas como los pueblos de los que huyen…

El regreso no es el prometido. Es el regreso por una identidad para no ser fantasmas como los pueblos que abandonan…

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La vuelta a casa no es la prometida por el gobernador, “antes de que se les mueran los animales”.

Es el retorno sin regreso. Apenas para juntar algunas hilachas de una vida trastocada por la violencia y retacarlas en una maleta para seguir la vida en un lugar ajeno.

Un regreso para soltar amarres. Abrir corrales. Darles libertad a los animales pa’ que busquen la vida solos.

Es la llegada sin recibimiento y la salida sin adioses. Es el hasta pronto con fecha incierta. La esperanza rota por las balas…

Los caminos solos

La caravana está dispuesta para la partida en el albergue de Salvador Alvarado. Hombres y mujeres de edad madura forman la expedición. En camión urbano unos. En vehículos particulares los más.

Cinco vehículos militares, al frente. Otros tantos de la Guardia Nacional, en la retaguardia.

El sol está en sus 35 a la sombra. Las montañas en el horizonte parecen al alcance de la mano y la bóveda celeste es el océano en el cielo.

Después de Corral Quemado, en Mocorito, el camino se vuelve escabroso. Estrecho. Con senderos de piedra laja y una vegetación endémica que abruma el espacio.

Al interior del camión se escuchan voces susurrantes. Se observan rostros que otean el horizonte a través de la cortina del transporte.

Son habitantes de Carrizalejo, El Saucito, La Higuerita y de San José de las Delicias, en Sinaloa de Leyva, que van por “lo indispensable” a sus lugares.

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Son amables, pero parcos. No sueltan palabra que los comprometa. Solo lo que a gritos se conoce en pláticas entre ellos.

“Pobrecitos porque los traen a ‘güevo’. Aparte, empercherados…” dice una mujer.

Es la leva emprendida por los grupos que se disputan el territorio.

En El Rincón el camino se bifurca y el grupo se separa. Y con ello, la tropa. Unos van a Carrizalejo y el resto continúa, a resguardo de la Guardia Nacional.

En El Saucito los guardias nacionales “abandonan” a los pasajeros en el camión. Acompañan a la titular de Sebides a entregar despensas a La Higuerita.

“¿Tiene miedo…?”, pregunta el operador del camión urbano a una pasajera que observa el lugar desierto con preocupación.

“¿Crees que si tuviera miedo, estuviera aquí? Pero a como están las cosas, es por precaución…” responde.
El tiempo transcurre y los de la Guardia Nacional no aparecen. Treinta… cuarenta minutos… Una eternidad para los conocedores de la situación.

Una patrulla de militares proveniente de San José de las Delicias aparece.

“¿Quiénes son ustedes…?”, pregunta.

El oficial al mando hace una valoración de la situación en la que se encuentran los pasajeros “abandonados” en El Saucito, y dictamina.

“A como están las cosas, es mejor que se regresen…”

El teniente

El teniente es un militar en sus treinta. El sudor le escurre como una cubetada en la cabeza en medio del camino. Conversa con algunos lugareños que se dirigen a San José de las Delicias por sus pertenencias.

La atmósfera se va enrareciendo. El calor se vuelve sofocante conforme se acerca la noche, y el aroma de la vegetación congestiona los sentidos en una explosión de aire puro.

El ánimo del militar se torna voluble. Se lamenta del tiempo que deberán permanecer en el lugar.
“Ustedes saben quién es… pónganlo y nosotros lo agarramos”, dice.

El sudor cae a chorro y se escurre bajo el caparazón que forma el chaleco. A través del radio un superior le llama la atención. El teniente rebufa y se sacude el sudor que cae por sus labios con un soplido.

“Digan dónde está… Hasta parece que lo protegen a la verga…”

El infierno

Cuesta arriba se encuentra el epicentro del desplazamiento. San José de las Delicias es una comisaría con la calle principal de piedra laja donde está una base militar.

Como prietito en el arroz resalta una casa al pie del cerro. La opulencia en su máxima expresión.

Bardeada con bloque rojo y adoquinado su interior. Cuatro pilares dan acceso a la majestuosidad en medio de la serranía.

La propiedad, asegurada y con impactos de bala en su fachada, es, dicen, de la persona cuyo nombre apareció en los cientos de panfletos distribuidos el jueves en la mañana en Guamúchil y Mocorito: Mario Calabazas…

Otras viviendas baleadas recuerdan el infierno del domingo 30 de julio a “plena luz del día”.

“Eran como cuatro camionetas que venían como cigarreras”, cuenta un residente.

Por el lado de Bacubirito llegaron con dos o tres fusiles terciados. Ya sabían a lo que iban y por quien iban.

“…pero por el que iban ya se había ido”, agrega el habitante.

Rociaron las casas a balazos. La calle quedó “planita” de casquillos.

“Yo me tiré al suelo… Nomás oía que pasaban chillando las balas…” dice el vecino.

El retorno sin regreso

Reunidas las pertenencias, las fuerzas federales custodiaron el regreso de los desplazados por la violencia en Sinaloa de Leyva, al albergue de Salvador Alvarado. A la espera incierta en una tierra que nadie les prometió y una solución antes de que “se les mueran sus animales…”

Artículo publicado el 06 de agosto de 2023 en la edición 1071 del semanario Ríodoce.

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