Siempre había sido buena para correr. En las competencias de la escuela su suela pisaba fuerte la tierra y dejaba huella hasta en podios a la hora de recibir las medallas. Gacela, le decían en su casa. Correcaminos, era la carrilla entre los compañeros de la escuela.
Pero esa tarde sus heroicas piernas no le habían servido para nada. Se quedó ahogada ahí, hincada sobre el seco y caliente asfalto. Y sus lágrimas evaporando bajo el sol de junio.
Su papá era un tipo modesto y formal. De la casa al trabajo y de la casa al trabajo. Era la rutina que envolvía esa vida de burócrata en la Secretaría de Educación Pública. El desayuno temprano: café y pan tostado. Llevar a las niñas a la escuela. Media hora en el carro hasta llegar a la oficina.
De regreso era casi igual. Partía la jornada para tener tiempo de ir por sus hijas y llevarlas de regreso a Villa Satélite.
Era una vida sin sobresaltos. Una rutina de esas que carcomen silenciosamente y de la que nadie, mucho menos él, protestaba. Él renegaba del tráfico, del calor o de los molestos niños que insistían en limpar los cristales de su carro. Nada más. Buen sueldo y casa. Un automóvil y todo a la mano. Casi todo.
Era la una y media. Un calor de varicela recorría la ciudad. Bulevar Francisco I. Madero al oriente. El rojo de la Aquiles Serdán los paró con tiempo de sobra. Las bocinas de los carros que se quedaron atrás seguían protestando. Otros estaban atrapados entre los estacionados en doble fila sobre el bulevar: hora de salida de la Escuela Tipo. El vecino de carril le pidió chance para aprovechar la flecha. Accedió. Siguió de frente cuando el semáforo cambió a verde.
Siempre optó por el carril de la izquierda: prefería soportar a los que daban vuelta que a los impertinentes camiones urbanos, sin luces traseras de frenos ni direccionales y bajando el pasaje sin orillarse.
Así que siguió así. De lejos vio el verde del semáforo de la caseta cuatro y aceleró apenas, casi imperceptiblemente. Una camioneta de lujo y negra venía detrás, muy pegada. No hizo caso a la presión del que le prendía y apagaba las luces altas y siguió en esa velocidad moderada. Pero el verde cambió a rojo y no era su estilo pasarse en amarillo, así que frenó sin pensar más y con tiempo suficiente.
El golpe le llegó así, de sorpresa. La camioneta negra que antes casi se le subía a la cajuela le había pegado fuerte a su vehículo. Sintió que su cabeza se movió como un resorte. Puso el automático en parking y preguntó a sus hijas y esposa. Todo bien. Revisó el retrovisor y divisó una silueta con sombrero tejano.
Voy a ver qué pasó. Ahorita vengo. Se bajó con cierta parsimonia. Ni siquiera ahí portaba los sobresaltos o corajes que a otros aconjogaban, sobre todo en esos momentos. Vio el carro abollado y luego viró hacia el de la camioneta. Vidrios oscuros y arriba. Tocó el cristal. El elevador automático bajó el vidrio y se asomó una pistola. Dos tiros en la cara. A quemarropa. Sin palabras.
Ella volteó con las dos explosiones. Sangre a borbotones del rostro de su padre. Su cuerpo estaba encontrándose con el suelo. Bajó del carro lo más rápido que puro. Entre gritos y manoteos encontró el seguro de la puerta del carro y jaló la manecilla. Bajó al fin y corrió hacia la camioneta. Se sintió pesada y lenta. Corrió tras ellos, los apuntó con el índice mientras intentaba apoyarse en el viento. Esos son. Esos son los que mataron a mi papá.
Artículo publicado el 25 de junio de 2023 en la edición 1065 del semanario Ríodoce.