Malayerba: Expreso Culiacán-París

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Germán tenía una novia en Austria. Y ahí estaba, sentado en ese restaurante de aquella plaza. Había ido a visitarla periódicamente, después de que concluyó sus estudios en aquel frío país.

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Era culichi desde el acta de nacimiento hasta esa caspa incómoda. Pero eso sí, conservaba rasgos de ese hablar de sus padres, que alargaban hasta el infinito el sonido de la última sílaba de cada palabra, pues eran de El Fuerte.

Pero él no era gritón ni hablaba golpeado. Más bien parecía saborear cada palabra que pronunciaba. Y sin hablar de más.

Saboreaba el café y la tarde. Ahí junto a su novia se sentía aparte, flotando. Ido de la mente estiraba las piernas, daba sorbos y miraba el horizonte citadino como si le perteneciera. Estaba enamorado.

Quizá por eso no percibió esa silueta que zigzagueaba entre las mesas del restaurante. Tenía un aspecto de jipi y vagabundo. Pero él seguía extraviado hundiéndose en aquella mirada de la austriaca


Fue entonces cuando distinguió rasgos: era toño, su amigo, otro culichi de cepa. Ambos se vieron y enmudecieron. Casi al mismo tiempo, la expresión ¡Cómo!, ¿tú?, ¿qué onda güey?, ¿Qué estás haciendo aquí?

Se apretaron la mano y luego esas palmadas sonoras que se dan los hombres para dejar huella en la espalda del otro. La sorpresa fue de tal tamaño que ninguno de los dos reparó en atender las preguntas mutuas, hasta que recuperaron el habla.

Es que no aquí tengo a mi novia. Andamos juntos desde la escuela, cuando estuve por acá. Desde entonces vengo cada que puedo y también cuando no. Y el otro: que andaba de vagabundo, vacacionando desde España, hasta París, Alemania y Austria. Pero de mochilero, sin trayectoria ni dirección. Era su aventura. Y con pocos centavos.

El jipi aprovechó y le contó lo que lo sorprendió a su paso por París. N’ombre. Qué te cuento. Que voy caminando por una de las calles y que de repente veo en un escaparate una mesa de madera y encima unas pacas de mariguana.

Y que entro y era un museo, una exposición de artistas vanguardistas. El tema eran los narcos, la violencia, la mota. Y que veo a un tal Óscar Manuel García, que es de Culiacán. Y me sentí chingón: estaba yo en París, orgulloso de culichi, de todo. Hasta me pareció ver a las morras y escuchar la tambora.

Se lo dijo casi a gritos. Igual casi se pone a bailar. Le hizo tantos gestos y ademanes que parecía bailar realmente: desde ese pelo ensortijado hasta sus pies con zapatos tipo minero, toscones y de cuello alto.

Germán disfrutó tanto la conversación que le pareció ver las hojas de mota, la mesa y las pacífico heladitas, sudando escarcha. Puta, qué chingón. Y se vio ahí, sentado alrededor de la mesa de su casa, con su morra austriaca.

Para el trotamundo la aventura terminó días después. Se fue la lana pero le quedó el recuerdo calientito de esa mariguana y su Culiacán en París. Germán regresó también y en cuanto llegó lo platicó.

Su amigo Élmer, el escritor, lo escuchó sonriente. Esperó a que terminara, pero disfrutó que se lo contaran. En París, ¿te imaginas?, en París.

Sí, cabrón. Muy chingón, le contestó. A poco crees que no sé. Si yo hice el texto de la presentación. Y lo que son las cosas yo hice ese texto pero no fui. Y ahora es como si hubiera estado ahí: de París a Culiacán.

Artículo publicado el 26 de junio de 2022 en la edición 1013 del semanario Ríodoce.

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