Malayerba: El encajuelado

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Hacía frillito. Y era su segunda vez. La primera se había ido impune. Y pensó que su contrincante ni cuenta se dio. Diez de la noche. Muchos clientes en el expendio de la cervecería. Algunos también lo eran para él.

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Chicles, cacahuates, dulces, cigarros. Era su surtido. Una pelota de béisbol en su mano derecha y una mota con tiras de plástico para espantar moscas. Y en ese bullicio nocturno y etílico se le acercó de nuevo.

Era el mismo, lo tenía identificado. El mismo que hora y media antes había llegado hasta él. Inmediatamente lo reconoció del otro lado de esa mesita plegable que usaba como exhibidor de sus productos.

La primera vez había llegado con esa levedad de quién se cree muy chingón. Se acercó esculcando y preguntando por el precio de los cacahuates con chile. Luego fingió escoger unos chicles. Y terminó con la cajetilla de cigarros abrazada entre los dedos.

Era un tipo alto y fuerte. Prieto y despeinado. Ojos saltones, como que traen coraje guardado. De apariencia ruda. Y gritón. Pero después de que tuvo los cigarros en su mano se retiró de ahí y no dijo nada. Ni pagó.

El vendedor ya le había puesto el ojo. Y no le retiró la mirada cuando se alejaba. Pero ya iba de espaldas. Con esos pasos de gigante bravucón llegó hasta ese mustan blanco, viejón. Y se retiró.

Pero ya le había puesto el ojo, que era una forma de ingresar a su brevísima lista negra. Siguió vendiendo y espantando moscas en esa noche invernal.

Y de nuevo lo tenía ahí, en un lapso de hora y media. Venía por otros six. Esta vez llegó acompañado por un joven flaco que lo miraba desde lejos. Callado y discreto, permaneció cerca del carro sin dejar de mirar.

Antes de llegar hasta el mostrador del expendio se acercó de nuevo con el vendedor de dulces. Tomó otra vez un guato de cigarros. Pero el vendedor lo tomó por sorpresa. Era un joven chaparro, también moreno, pero calotillo.

Deje ahí, compa. Deje ahí y págueme. Y mientras le insistía sostuvo esa mirada en los ojos saltones del ladrón. Págueme porque si no le voy a poner un pelotazo. Acariciaba con fuerza una pelota de béisbol con los dedos. Y la enseñaba amenazante.

Pero el otro no lo esquivó ni corrió. Al contrario sostuvo los cigarros en la diestra. Y sin dar ni un paso le contestó que lo iba a encajuelar, que se calmara: te voy a encajuelar hijo de la chingada, no estoy jugando… te voy a encajuelar. Y lo apuntaba con el dedo.

Pero el chapito le brincó primero. Y se vinieron los golpes. Del lado del grandulón no eran certeros. De hecho eran menos. Del lado del dulcero hubo más suerte: golpes bien dados, en la cara y abdomen, eran surtidos sin misericordia y llegaban certeros.

Aquello se hizo un griterío y luego una bola de mirones. La cara del encajuelador se perdió en aquella mancha de sangre que todo lo copaba. Como un alto edificio que sucumbe a la dinamita se hincó, derrotado.

El dueño de los cigarros y los cacahuates lo miró con frialdad. El otro, que había permanecido observando de lejos, se metió solo para ayudar a su amigo a incorporarse. Vámonos: te dije que no te metieras en pendejadas.

Caminaron juntos rumbo a mustan blanco. El grandulón iba lerdo, apoyándose en el hombre de su acompañante. Iba gacho, ensangrentado. Temblaba. No se sabe si de dolor o de frío. Frillito.

Artículo publicado el 19 de junio de 2022 en la edición 1012 del semanario Ríodoce.

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