Ahí estaban, sentados. El sordo con su acordeón y el gangoso abrazando la guitarra. Día de lluvia en la colonia 10 de mayo. Habían sido recogidos en el centro camionero, frente a La faja de oro.
Pero ya estaban cansados. Una tocada previa de cuatro horas los tenía empapados y con manos y brazos entumidos. De nada les valió suplicar ni insistir en que estaban exhaustos.
Es un ratito nada más. Si acaso una hora y ya. Y de repente estaban frente a dos hermanos y la madre de éstos. Se aventaron La casita de paja y Flor de capomo. Y otras más. Hasta que empezaron a protestar.
¡Do be la tsé! Y el otro lo secundaba con gritos y monosílabos: ¡¿Queeé?! Pronto éstas se convirtieron en sus respuestas favoritas. Luego insistían en el cansancio. Así fue, una tras otra, ante cualquier petición de canción.
Hasta que les dieron tregua. Y les sirvieron cerveza y de comer. Los botes vacíos de tecate ya hacían montoncito en los pies de ambos. Después les llegaron unos burritos de machaca, queso fresco y carne asada.
Los dos anfitriones querían adular a su madre. Pero aquellos músicos eran unos aguafiestas. Por eso la tregua: que agarren viada estos cabrones. Y nomás terminan que vuelvan a tocar.
Pero fueron cuatro canciones más. Volvieron a renegar. ¡Do-be-la-tsé! Y el sordo repitiendo el ¡qué! a gritos. Le agregaron los pleitos entre ellos y las canciones a medio terminar: que los tonos, que la letra, que desafinado.
Hasta que le colmaron la paciencia. Se levantó del sillón individual que ocupaba. Desde ahí había cantado y gritado durante esa breve velada. Ahora, él, que era quién iba a pagar, tenía que ajustar a los músicos.
Mira, cabrón. Te voy a pagar y bien. Y ahora te quieres hacer el listo. El aludido se le quedó viendo mientras el joven le aplastaba el hombro con el dedo índice. ¡¿Queeé?! le contestó, a manera de burla. Que no se hagan pendejos y empiecen a tocar o se los lleva la chingada. ¡Do te tedgo biedo!, terció el de la guitarra.
¡Ah!, con que no me tienes miedo, cabrón. Pérame tantito. Salió de la sala agrandando sus pasos y volvió con un cuerno de chivo. Cortó cartucho. Y le volvió a preguntar si le tenía miedo. ¡Do!, ¡Do te tedgo biedo!
Entonces miró a su madre, sentada en una esquinita y con una sonrisa ínfima, que le decía no con la cabeza. Y su hermano en el otro lado. Serio. Fue él quien se levantó.
Llegó hasta ellos y se quedó ahí, mirándolos. Con sus brazos largos y esos dedos como pinzas. Atrapó la clavícula del gangoso con esas llaves estinsol. ¿Y a mí no me tienes miedo?
El dolor era insoportable. La mirada también. ¡Ts-s-s-í!, ¡A ti t-s-s-í! Y lo soltó. Pero ya la fiesta se había perdido. Cinco canciones más. Eran las dos de la mañana. La lluvia arreciaba.
En la camioneta negra los fueron a dejar. Pidieron que les dieran chansa de irse en la cabina. El patrón les dijo que a la chingada para atrás.
Patinó adrede sobre el pavimento. Aprovechó curvas para zangolotearlos. De esquina a esquina, deslizando sus nalgas sobre la caja. Y en medio de la lluvia, a tres cuadras, saltaron. No se detuvo. Ni ellos tampoco.
Artículo publicado el 12 de junio de 2022 en la edición 1011 del semanario Ríodoce.