Malayerba: ¡Dale, dale, dale!

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Fueron a la piñata porque se sentían comprometidas con su amiga: ella era tranquila, sin aspavientos ni pretensiones, sencilla en su forma de ser y de vestir, y amigable y solidaria.

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Estaban rodeadas de mujeres que eran todo lo contrario. Altaneras, adineradas y presumidas. Sus cercanías con los narcos las habían cambiado. Ahora traían camionetas pailot y escaleid. Y apenas volteaban a ver a su alrededor.

El festejado era un niño de seis años. La piñata los esperaba, colgada en el centro de un majestuoso local que los padres rentaron. En las mesas había manteles largos, centros de mesa y recuerdos para que los asistentes se los llevaran una vez que se retiraran.

La piñata era descomunal. Más grande que el festejado y forrada de un papel brilloso, parecido al que se usa para envolver lujosos regalos. Sus colores llamativos guiñaban, incitaban, imponían. Parecía decir: admírenme, no me peguen.

Cincuenta mesas distribuidas en ese espacio limpio y de primer nivel. Los meseros con ese moñito debajo del mentón. Blanco y negro. Uno de ellos se acercó a las invitadas.

Qué van a tomar. El mesero ofreció cerveza, tequila, güisqui y refrescos. Refrescos para todas. No lo dudaron. Sus hijos entre la bola, corriendo y pellizcando los arreglos. Devorando la botana servida en las mesas vacías.

Cuatro de la tarde. A media hora está Culiacán. Hora de regreso: seis o seis y media, a más tardar. No querían que se les hiciera tarde o que las agarrara la noche en la carretera. Mejor nos regresamos temprano. Cumplimos y nos vamos. El piso se movió y a todas les dio nervios. Entraron diez. Y detrás de ellos otros diez. Luego cinco. Y después de uno en uno. Hasta que llegaron a ser treinta o tal vez un poco más.

Muchos de ellos iban con sus camisas de seda. Huaraches y mezclilla. Colgajes de oro en muñecas y dorso. Bien fajados, para que se notara la escuadra oscura entre la camisa y la cintura del pantalón.

Ai nanita. Dijeron. Se miraron en coro. El miedo estaba temblando en sus piernas. Les rebotaban los estómagos. El piso
se les movía. Tiembla el suelo. Temblamos. Comadre, ya se puso medio cabrón.

Estaban ahí para quedar bien. Pensaron que ella no estaba metida, que era distinta. Sí, ella sí. Él no. Estaba en el medio de tanto pistolero. Tal vez uno que otro funcionario de gobierno. Agricultores prósperos y con charola. Y escoltas.

El mesero se acercó. Otra cocacola cero. No, gracias. Cervezas, dennos cervezas. Cuatro botellas cuartito para cinco damas. Pa’que se nos bajen los nervios.

Y la banda tocando. Corridos, historias épicas de héroes que toman venganza, que son valientes porque traen cuernos
de chivo y camionetas blindadas. Gente respetada. Chingona.

Y los niños en medio, bajo esa piñata que no debía ser quebrada. Esplendorosa pero frágil. Sucumbió al palazo del niño número doce. Pero no cantaban el dale-dale-dale. No había cola. Nadie los cuidaba ni les pedía que no se metieran mientras le daban palazos.

La música era lo que rifaba. Los hombres aquellos y sus pistolas para presumir. Los niños en medio de todo, corriendo. No cayeron dulces. Los repartieron en bolsas. Pastel marmoleado.

Vámonos, vámonos ya. No era la hora planeada para el regreso. Veinte para las seis. Vámonos antes de que llegue el ejército. Antes de la balacera.

Los niños de ellas, sus hijos, peleando con las envolturas de los dulces. Una de ellas, de escasos cinco años, cantaba, musitando: dale-dale-dale, no-pier-das-el- tino. Huían rumbo a Culiacán.

Artículo publicado el 20 de febrero de 2022 en la edición 995 del semanario Ríodoce.

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