El joven la rondaba desde su bicicleta. Seguía sus pasos, la estela de sus perfumes, por el barrio: de su casa a la esquina, de la esquina a la tienda, de la tienda a la parada del camión.
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El muchacho, de veinte años, le había puesto los ojos encima. Su mirada tatuada a esa espalda baja; el vaivén de mar en ese caminar; la mirada luminosa y esa boca de fresa.
Iba y venía en su bici. Ella lo sorprendió admirándola, bajó la cabeza y la levantó de nuevo, como danzando, para sonreírle con picardía y lanzarle un hola. Y luego luego, así, pronto, un nos vemos.
Él sintió que la calentura se apoderaba de sus pómulos. Que hervían sus cachetes. Que la sangre le llegaba al vientre y viajaba velozmente alrededor de sus ojos inyectados de fuego, de lágrimas que nunca se despidieron de sus cavidades, humedeciéndolo.
Agarró la bici y le dio recio recio. Brincó la rampa que él mismo había construido con tablas y piedras y enfiló sus pedales apurados, festivos, alegres y esperanzados, al parquecito de la colonia. Se sintió vivo y palpitante.
Ella tenía dinero. Una camioneta estándar, un Mercedes y una Explorer a la puerta. Le dijo cuando se vieron de nuevo que esos hombres que estaban ahí, con aspecto de gente de la sierra, de movimientos torpes, enguarachados y sombrerudos, eran sus hermanos.
Apenas lo saludaron cuando llegó y preguntó por ella. Y ella salió con ese vestido entallado y el escote haciendo que asomaran sus tersas tibiezas. Al rato vengo, les dijo.
Ella preguntó, Sabes manejar. Él mintió, Claro, no tengo carro pero a veces agarro el de mi hermano o el del trabajo de mi apá.
Se subieron a la camioneta estándar. Él apenas supo dónde tenía que meter la llave y luego de prenderlo lo arrancó. Cada esquina una parada: entre frenones, brincos y temblorina la unidad se le apagaba y parecía relinchar en cada nuevo acelerón.
Ella hizo como que no se daba cuenta. Lo miraba, le sobaba la pierna. Él trató de disimular su nerviosismo triple: manejar un vehículo sin saber, estar con esa mujer y compartir con ella ese sendero deseoso y fulgurante.
Platicaban y se reían. Todavía era temprano cuando los abrazaba la neblina invernal de noviembre y ahí, frente a frente, en el río de la calle, se fundieron en abrazos y besos. Ya en el motel Roma, después de la jauría de líquidos confluyendo, enredos y gemidos, él le preguntó si tenía novio. Ella le dijo, Soy soltera y ahora tú eres mi novio, mi amante.
Él respiró hondo. Se sintió feliz y pleno, desbordándose por dentro. Era hora de volver a verter los líquidos.
El ritual amoroso se repitió. Hasta que esa vecina amiga de su familia escuchó a los hermanos de la novia comentar que lo iban a matar.
Fue corriendo a contárselo a la mamá. La señora, preocupona y dura, lo encaró cuando llegó. Óyeme, que andas con esta muchacha. Le dijo que sí, Claro, es mi novia. Pero cabrón, si esa muchacha es casada.
Los hermanos, le contó a punta de regaños, dijeron que el marido, que trabaja lejos y anda de narco, está enterado. Y van a venir a matarte.
El muchacho se puso lívido. Corrió a contarle a su amigo, aquel que tenía años sembrando enervantes y con armas a la mano. Le dijo, No te preocupes, yo lo arreglo. Fue con los hermanos. Bastó con ponerlos frente a la pared y encañonarlos, Pobres de ustedes que lo toquen, que le hagan algo, que malmiren a este muchacho.
A los dos días los hermanos se fueron del barrio y se la llevaron. El marido nunca volvió. Y ella buscó a otro cabrón.
Artículo publicado el 29 de enero de 2023 en la edición 1044 del semanario Ríodoce.