Malayerba: Sigues tú

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Sigues tú. Así le dijo, mientras apuntaba la foto en la que aparecían los seis amigos, algunos de ellos deportistas, compañeros de trabajo, policías, fiscales y gente de armas.

Sigues tú, le repitió: más vale que te quites. Como si pudiera borrarse de la imagen, dejar la silueta vacía sin su rostro dentro, fantasmal.

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Vete a la chingada, le contestó. Y le arrebató la foto: todos los demás, excepto ellos dos, estaban muertos.

En la gráfica aparecían sonrientes. Sus carcajadas podían escucharse, igual que sus voces de júbilo. Saboreaban los botes de cerveza, sudorosos, como sus prendas. Triunfantes.

Uno de ellos había participado en operativos. Parecía un robocop ufano. Pero se le derritieron las coderas y las rodilleras cuando los recibieron a balazos en aquella comunidad.

A dos más los levantaron y aparecieron por separado, pero igualmente baleados y torturados. La suma alcanzó cuatro asesinados. Algunos torturados, con la cinta adhesiva atrapando y ciñendo sus pieles hasta sangrar. Pero esa era la menor de las hemorragias.

Él miró la foto y miró a su compañero, que había quedado en uno de los extremos. En cambio él estaba entre dos asesinados. Quizá por eso era el siguiente. Quizá no. Pero él no se vio muerto. Tal vez un poco descolorido por los recientes padecimientos estomacales. O de tantas tecates rojas. O el pinche cigarro que no podía dejar.

Pero estaba vivo. Eso sí. Y esos, los de la foto, con esa sonrisa como gritando güisqui, entrelazados y arrejuntados, compartiendo sudores y victorias, ya no existían más. Muy a su pesar.

Hubiera querido quitarse de ahí: fotochop, clic y ya. Un borrador de imágenes de fotografía, para no quedar entre dos amigos muertos. Nada.

La otra alternativa era la tijera. Abrir, cerrar, abrir, cerrar. Hasta despojar su rostro con sonrisa de pastel de esa fotografía llena de gente que ya no vivía. Foto ensangrentada, de gestos mortecinos, de luces apagadas y voces que ya nadie escucha.

Esta foto es un cementerio. Lo pensó pero esas palabras no fueron pronunciadas.

Tomó la foto y la guardó. A ver, por qué no dices sigo yo. Eres un cabrón. Y rieron falsamente. No eran amigos pero esa convivencia en los rincones oscuros le había otorgado algo de hermandad a la relación, una categoría especial que no llegaba a la amistad.

Se despidieron. Uno se fue al trabajo, el otro a descansar. Al otro día, en la noche, le avisaron que habían levantado a un conocido suyo. No le dijeron bien. No estamos seguros, espérame y te digo más tarde de
quién se trata.

No tuvo más noticias. Pensó que había sido una confusión. Tres días después, cuando había olvidado el asunto, el cuerpo se le estremeció y sintió como aquel al que se le derretían las rodilleras. Sus meniscos flaquearon. Leyó en los periódicos que habían dejado un cadáver en medio de una calle de su ciudad.

El hombre tenía el rostro vendado. Manos y pies atados. Huellas de tortura y lesiones de bala. Una veintena de casquillos rodeaban el cadáver. Nombre. Era el mismo que le había dicho: sigues tú.

Artículo publicado el 15 de enero de 2023 en la edición 1042 del semanario Ríodoce.

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