Malayerba: No son

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Su amigo le pidió que lo llevara a su casa y él accedió. No sabía que en esa zona los malos mandaban y la vida era rentada. Si acaso. Pero manejaba tan alegre y relajado y su amigo tan conversador, que no repararon en el infierno abrasivo en el que se adentraban.

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Avanzaron entre predios abandonados. Atravesaron maizales y después siguieron un camino escoltado por canales de agua brava, y al final una vereda marcada por el conchudo y travieso monte.

Venían de realizar un trabajo en el campo. Tenían que recorrer carreteras serpenteadas por la serranía, exponerse a derrumbes por las lluvias y mascar con esas llantas regordetas piedras de buen tamaño, filosas algunas, charcos engañosos, arroyos crecidos y una alfombra polvosa y engañosa que ocultaba el acné.

Hablaron con algunos campesinos de temporal: la siembra de aguacate les daría buenos dividendos en la región; el frío, el suelo, les ayuda. También le pueden entrar a las hortalizas o al cacahuate. Aquí la bronca es tener que mover la cosecha, la garantía de un comprador y el traslado al mercado o al empaque.

Se sabían los trucos de la vida agrícola local. Y también conocían a mucha gente que por más que le hablaran de la variedad Hass del aguacate o de las bondades en la comercialización de chile, ellos lo que querían eran sembrar yerba, mota, amapola. Y si no, pues poner su laboratorio para procesar cristal: más bara y menos pedo.

Y de eso hablaban. Les había ido bien porque avanzaron en la distribución de apoyos a los campesinos, que no querían tarjetas ni ir a la ventanilla del banco o de telégrafos para feriar los cheques, sino dinero en efectivo. Tampoco querían sus discursos de cultivos de caricatura.

La vida, sus antepasados, la historia, los había colocado ahí, entre colas de borrego y vulvas rosas en espera de ser rayadas.

Iban en chinga porque quien manejaba debía seguir con otras vueltas. Cansado, con esos apuros, intercalando el pie entre el acelerador y el pedal del freno. Amena la conversación. Entre vivencias
y naufragios por la serranía, se contaban chistes.

Evocaban dichos que deben celebrarse: frases de la madre, la abuela, el tío. Y asentir con la cabeza no era suficiente en esa fiesta de la palabra hablada. Y justo en el clímax de risas por uno de los pasajes chuscos los alcanzó una caravana de carros.

Eran uno negro que iba al mero adelante. Se veía nuevón. Atrás una camioneta tapizada de lodo y más atrás un yeta blanco. Apenas los rebasaron les cerraron el paso. El que manejaba le preguntó al otro qué pasa. No sé, loco. Nos van a matar.

El del carro negro se movió hasta emparejarse con la puerta del conductor. Todos traían armas de asalto y les apuntaban. El hombre que iba del lado del copiloto se asomó y ordenó con señas y blandiendo la pistola que bajara el cristal. Así lo hizo.

Se asomó. Vio a ese par. Y gritó: no son. A una seña aparatosa todos se fueron. Él se recargó en el volante. Lo golpeó. Y le dijo a su acompañante. Uf, qué pinche susto. Qué caro me salió darte raite: una cagada.

Artículo publicado el 08 de enero de 2023 en la edición 1041 del semanario Ríodoce.

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