Malayerba: Púber

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Morena, de ojos grandes, pelo lacio y baja de estatura: la muchacha tenía dieciséis años y detrás del mostrador era una reina.

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Estaba trabajando en el abarrote, atendiendo a los clientes. Su mirada envolvente y esos cerritos que ya pedían y ganaban espacio en su pecho provocaron que varios regresaran a verla, con el pretexto de comprar leche, tostitos o pan.

Frente a la tienda aquel hombre maduro, de alrededor de cincuenta años, la espiaba. Mojaba y secaba su abultado bigote con la lengua y dos dedos de la derecha. Era un ritual con el que él confirmaba su hombría y buen aspecto, y también su coquetería.

Ella lo miraba. Él se acercó, le dijo dame cinco panes de esos. Le pagó y rozó con su mano la de ella. Agachó la cabeza y escondió sus ojos bajó ese manto frondoso de sus pestañas, hasta que él se retiró después de darle las gracias.

Hizo de ese cortejo una práctica consuetudinaria. Adornó sus ademanes con pirotecnia y estridencia: se puso su mejor ropa para ir a ver a la mujer aquella que iluminaba el aparador, la báscula, el refrigerador y las latas de jugo veocho.

Sacó las botas de piel de cocodrilo que tanto había escondido, para que no lo ubicaran como narco, y puso en la acera el automóvil deportivo rojo, sin placas, que se negaba a mostrar, con tal de ser discreto.

Puso en su muñeca la pieza de oro y en cuatro dedos los anillos y las piedras. Un collar grueso con una cruz pendiendo, bailando, peleando con los vellos y a la vista del otro lado de botones y ojales de la camisa versach que tampoco se había estrenado.

Lustró su vida. Talló todo para que brillara y así, encandilante y entre centellas y relámpagos, quiso que ella lo viera, que volteara y entrecerrara sus ojos, y entonces le soltara un guiño, una sonrisa de aceptación, una mirada, un aviso.

Pero ella a sus dieciséis no sabía mucho de eso. Su coquetería le era consustancial, sin pretensiones: ese pantalón entallado, a la cadera, ese caminito de arriba abajo, partiendo el ombligo, ese brasier con aumento, no eran otra cosa que verse y sentirse bien.

El hombre se animó y pasó de ser un mero cliente que la buscaba con el pretexto de que quería un litro de leche y una cocacola laic. Le dijo yo tengo mucho, mira. Le mostró anillos, torsales. Vamos a dar la vuelta, mientras apuntaba con la mirada hacia su deportivo.

No, gracias. La respuesta fue seca, sin miradas ni sonrisas. Él quedó desconcertado.

A la semana siguiente emprendió una nueva ofensiva. Reina, reinita. Le dijo, quedo. Conmigo puedes tener todo: casa, carro, ropa, lujos, viajes, joyas. Todo.

Ella sabía que era casado pero no se lo mencionó. Trató de ser amable y agradecer de la mejor forma la invitación, pero fue difícil envolver en regalo su no.

Él arrugó la frente. Tronó los labios y se talló el bigote con desgano.

Dos días después le cayó la policía federal. Orden de cateo y revolvieron todo en su automóvil, la casa y sus ropas. Cuando se fueron los uniformados fue a verla y la culpó. Te vas a acordar de mí, pendeja.

Dos noches después, cuando trataba de bajar la cortina de acero del abarrote, le cayeron dos. La asaltaron mientras uno de ellos le ponía una navaja larga en su cuello. Y así fue cada dos, tres días, cada semana. Ellos la visitaban. Él sonreía, burlón.

Artículo publicado el 18 de febrero de 2024 en la edición 1099 del semanario Ríodoce.

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