Malayerba: Dos ataúdes

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Los dos hermanos habían sido militares. Seis años en la milicia. Seis años para nada. No eran oficiales porque se conformaron con permanecer ahí, vestidos de verde olivo, con las fornituras y el casco, el fusil y los entrenamientos demenciales.

Tenían especialidad en materiales de guerra. Pero ante el enfado de la disciplina y la cabeza siempre gacha, decidieron salirse del Ejército para hacer sus propias vidas y en lugar de armas de fuego agarrar la pala para batir la mezcla y hacerla de albañil.

Así, a punta de gotas de sudor, de pegar ladrillos y encalarse cabello y nudillos, levantaron sus casas en las faldas de los cerros, en comunidades pequeñas, cerca de la ciudad y la medianía que sabe a pobreza.

Pero se dieron el privilegio de ver el fulgurar de los ojos de los niños y las esposas a cada centímetro más de altura, a cada paso y salto y brinco, en esa aparentemente tranquila vida familiar.

El mayor le dijo al otro, Me voy unos días. Quince o veinte, no pasa de ahí. Ya nos veremos de regreso. Te encargo a mi mujer y a los morros. Dales una vuelta, quédate cerca.

El menor lo vio partir con la seguridad del regreso. No le dijo a dónde iba pero se las olió. Explicó que tenía chamba de albañil en Tijuana. A las otras salidas puso como destino Sonora y luego Tamaulipas. También Ciudad Juárez, en Chihuahua.

Así pasó por temporadas. Trabajando de albañil en el pueblo, algunas veces en la ciudad, más de la mitad del año. El resto del tiempo eran ausencias: me contrataron para hacer una barda, tengo que construir una casa, una palapa, unos baños.

Se iba por veinte días, un mes. Repetía la dosis de esas ausencias dos o tres veces por año. Y en cada uno de estos viajes volvía entero, sin rasguños y con muchos billetes.

Y siempre se comunicaba por teléfono. Sin dar muchos detalles ni prolongar las conversaciones, preguntaba por su mujer y sus hijos. Le decía al hermano que no se preocupara, que volvería pronto.
Así fue en cada viaje, cada regreso y ausencia.

Esa vez el menor se alborotó. Le tintinearon los ojos por dentro cuando vio los bultos de billetes en los bolsillos y billetera de su hermano. Le pidió que lo llevara con él, que también quería trabajar y ganar dinero.

El mayor se asustó. Le contestó que no. Que había poco trabajo y que apenas él lo tenía seguro. Pero fue tanta la insistencia, la esperanza reflejada en el rostro de su hermano, que finalmente aceptó que lo acompañara. Pero no más por esta vez, carnal.

Se despidió de su mujer y sus hijos. Volveremos pronto, no te agüites, le dijo a su esposa.

Pasaron dos semanas y ninguna llamada. A medianoche sonó el teléfono. La mujer se sobresaltó. Sabía que eran ellos y musitó un por fin, gracias a Dios. El marido le dijo en voz baja que se había puesto muy cabrón todo, que se habían metido en un problema grueso.

Ella le preguntaba y preguntaba, Qué pasa. Él no le contestó. Apenas le dijo, Salimos de otras y también vamos a librarnos de esta, pero tienes que esperar.

El mayor de los hermanos se había enrolado como sicario de un poderoso cártel del narcotráfico. Lo mandaban a Hermosillo y Obregón, Tijuana y Mexicali, Nuevo Laredo, Ciudad Juárez y Chihuahua.

legaba, jalaba gatillos de sus fusiles automáticos y se perdía: entra, pega y huye.

Siempre se le facilitó. Hasta que lo detectaron, encontraron sus rutas y movimientos. Y lo cazaron. Pero no iba solo. No esa vez. Ambos regresaron en ataúdes, perforados y con el tiro de gracia.

Artículo publicado el 11 de febrero de 2024 en la edición 1098 del semanario Ríodoce.

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