Malayerba: Estatua de sal

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Ahí en el pueblo no era nadie. Era sólo un joven con apodo. Y al final fue alguien: alguien que empezó con una moto de carreras y luego traía carro y camioneta. Y entonces lo mataron.

Todos lo decían pero nadie sabía cómo. El joven había pasado desapercibido durante varios años y dejó de ser un malandrín cualquiera cuando empezó a hacerse de bienes materiales. Entonces se convirtió en una persona digna de respeto.

No andaba cometiendo desmanes ni luciéndose. No portaba armas y no traía guardaespaldas. No era de esos. Él seguía siendo él, pero con dinero y vehículos.

Y de la misma forma se fue. Se lo llevaron y jugaron con él al tiro al blanco: él era el blanco, el objetivo, la presa, el muerto.

Lo agarraron cuando llegaba a su casa. En el umbral unas manos como pinzas lo sujetaron del antebrazo. Volteó y no vio a una persona, sino el cañón oscuro de una nueve milímetros. Vámonos, te vienes con nosotros.

Lo mantuvieron en cautiverio. Esposado y con las manos atrás. Lo sentaron en una silla y lo golpearon. Le sacaron lo que buscaban: información, nombres, datos.

Al final, ya moribundo y extraviado en sus dolores vio la luz a la orilla del túnel lúgubre. Tú hablas, nos cuentas todo, y te soltamos. Y se vio libre, se pensó empezando de nuevo, llegando a su casa destrozado por la tortura pero sano y salvo. Revalorando su vida y sus alrededores.

Fueron a un paraje cercano. Lejos del caserío del pueblo, a pocos metros de la carretera. Corre. Corre, le dijeron. Primero despacio, como una sugerencia. Luego fue una orden. Y al final fueron gritos de corre corre en tono burlesco. Un juego macabro.

Entonces corrió. Corrió despacio, disimulando. Y corrió tan rápido como pudo, ante las insistencias juguetonas y fatales. Corre corre. Corre recio, en chinga, rápido, en madriza. Corre, corre, corre. Y no voltees. No voltees porque si volteas te matamos.

Se sintió pesado. Una llama volante, móvil, pero pesada. Un fardo queriendo moverse a prisa. Una estatua de acero, de concreto, bajándose a golpes de mazo de su pedestal. Agrietándolo todo. Agrietándose, lerdo.

Estatua de sal. Estatua en fuga. La vida está allá, del otro lado del monte. La salvación se alcanza cuando uno llega a la carretera. Y más lejos, poquito más lejos, a pocos metros, el caserío, las luces, la gente, los amigos, la familia. Volver a empezar.

Estatua de sal. Era el riesgo, el juego y el riesgo de buscar salvarse de las balas, de las armas que le apuntaban. El pasaje bíblico dice camina, sigue, no cejes no pares ni te rindas y no voltees, porque si volteas te vuelves estatua de sal.

Camina y camina. Agranda los pasos. Corre más aprisa. Apúrate. Corre, cabrón. Corre hijo de la chingada. Corre pendejo. Eran las consignas, las amenazas de sus victimarios. Corre pinche pendejo. Corre y no voltees, porque si volteas te mato.

Y él corrió. Agrandó los pasos. Surcó la selva baja en busca de su futuro, intentando dejar atrás a los emisarios de ese pasado amenazante. Queriendo dejar atrás la muerte. La muerte que eran ellos, que se carcajeaban y festejaban.

Y entonces oyó el disparo. Sintió caliente su espalda. Chorros de sangre. Y ya en el suelo vio la bóveda celeste, la luna de octubre brillosa y clara. Y los vio a ellos, asomándose. Y otra vez el cañón de la nueve. Y otra vez no era nadie.

Artículo publicado el 04 de febrero de 2024 en la edición 1097 del semanario Ríodoce.

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