Malayerba: Zetas y golfos

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La ciudad es un hervidero: los proyectiles pasan zumbando y tan seguido que los blanquillos pueden cocinarse en el aire, sobre una sartén sin fuego ni hornillas, abrazada por ese aire candente.

Los Zetas pasan en caravanas, como desfiles macabros, convoyes mortales. Todos en sus Tahoe, Durango, Suburban y Lobo. Todas negras o blancas. Juntas, pegadas, asidas al chapopote, a la fila india, inconfundibles.

Y lo hacen con una zeta enorme en la parte posterior. También la ponen en la puerta o el cristal trasero.
Inconfundibles. Firma que abre camino, que corta y perfora carnes, piel, tejidos, siempre emanantes de fluidos tibios.

Pasan en zumba. Agarran la avenida principal, se saltan los rojos. Todos detenidos. La ciudad se congela a su paso. Es mejor no voltear. No girar la cabeza ni reclamar. Que pase. Pase usted, señora muerte.

Van acuerpadas. Forman un solo carruaje de acero y llantas, un poderoso tren de la guadaña. Una sola camioneta de lujo compuesta por cinco de ellas, de modelo reciente. Con esa última letra del abecedario como identificación.

Ábranse cabrones. Háganse a un lado que llevamos prisa. Y la calle se abre, los vehículos se orillan. El Gobierno emigra y los polis se voltean a rezar.

Los del Golfo son más elegantes. Pretenden serlo. Ponen sus mantas. Dicen que las compran en ofis-dipot. Que piden que les pongan la letra con tipografía estilo pointer, porque es la que se está usando, la de moda. Además se ve chingona.

Lo hacen en mantas de veinte por treinta. Fondo blanco. No son las famosas narcomantas escritas a mano, con faltas de ortografía y mentadas, denuncias de corrupción de jefes policiacos o militares, y amenazas contra los del bando contrario.

Son mantas rectangulares, fondo blanco, letras grandes, negras, y mensajes bien redactados. Como esa que apareció en lo alto de un puente peatonal, cerca de un centro comercial, con la leyenda:

Esta es una ciudad segura. Aquí no pasa ni pasará nada. Sigan su vida normal, nosotros somos parte de la ciudad y no nos metemos con los ciudadanos civiles. Atentamente, CDG.

O sea, Cártel Del Golfo.

Así, con educación, tratando de usted a los habitantes. Llamando su atención para que los ubiquen como parte de ellos, que se identifiquen. Y además se sientan comprometidos, seguros, protegidos.

No hay amenazas y si las hay nosotros las atendemos. Nosotros somos como ustedes. Somos su defensa.
En la gasolinera los quince sujetos, todos ellos de aspecto joven, aprovechan la penumbra para pintar las zetas en cristales y puertas de las camionetas negras. Lo hacen quitados de la pena. La gente pasa y finge ni ver. Pero los ven, los señalan a solas, a la sorda, en corto, en voz baja.

Parecen medir el tamaño de la letra. Si está bien centrada. Si se ve de lejos. Si llama la atención. Uno de ellos hace un ademán aprobatorio. Es casi media noche. Unos minutos antes del desmadre, de patrullar la ciudad: ponerla a hervir a punta de proyectiles.

Traen granadas, bazucas, fusiles automáticos, pasamontañas, fornituras, cartuchos.

Un día antes, uno que dijo que era del Golfo, se subió a un camión urbano y llamó la atención de los pasajeros y del chofer, quien no pudo soltar las manos del volante.

Oigan, escuchan, pongan atención: a las nueve se van a sus casas, no salgan ni circulen ni se asomen. Nos preocupa su integridad, su seguridad. Es que va a haber un desmadre.

Lo dijo fluido, seguro, empuñando el aerre. Y se bajó. Y todos con él, pero cuadras adelante.

Artículo publicado el 21 de enero de 2024 en la edición 1095 del semanario Ríodoce.

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