El Ñacas y el Tacuachi

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La irreverencia y el humor negro nunca fueron bien recibidos en las alfombras rojas. Son dos cualidades non gratas en los sitios respetables. Ahí, donde los modales exhiben la educación timorata de los invitados. Por eso no se le suele observar a Ricardo Sánchez Bobadilla: el pobre no tiene educación: no aprendió a agacharse ante los poderosos. Y hacen bien, si su afán es mantenerse distante de la lisonjería y la quedadera de bien. Porque leer las historietas facinerosas que escribe e ilustra este sujeto que aparentemente no mata ni a una mosca, no es sano, ya que puede arrancarlos de la visión idealizada y rosa que algunos acostumbran, la miopía que les hace ver borrosa la realidad de nuestro tiempo.

Y aquí suelto una pregunta: ¿a cuál mente perversa se le ocurre idear una historieta protagonizada por dos sicarios que disparan sarcasmos a quemarropa, que le dan un levantatón a la solemnidad y que entierran las buenas costumbres en una fosa común? Dos truhanes, llamados El Ñacas, un flaco de sombrero ancho, facha pendenciera, lentes perpetuos y frases letales, y El Tacuachi, un chaparro cabezón, que escupe mejor las balas que las palabras, y lleva su muertómetro personal, son los antihéroes de esta saga que hizo sus sangrientos pininos en la revista El Chamuco. Ricardo Bobadilla es el padre y tutor de estos simpáticos canallas que los pone a dar lecciones morales a punta de balazos y toques en los tanates.

A pesar de ser dos entes del bajo mundo del crimen, son dos moralistas. Dos moralistas extremos, podríamos decir, que predican su propio decálogo con métodos propios de nuestros servicios policíacos: la tortura, el Tehuacán agitado o el calzón chino. Son maestros en la producción del dolor y de la muerte instantánea. Llevan el cinismo a extremos estéticos. Lo convierten en una pieza artística. Al leer sus relatos nos conectamos de inmediato emocionalmente con las tramas porque Bobadilla es una narrador nato y neto que logra en ocho cuadros plantear una historia, desarrollarla hasta el clímax, y cerrarla con un baldazo de agua fría. Confieso sin pudor mi admiración por la enorme capacidad mostrada al contar una historia con tan concisos trazos y diálogos, un manejo continuo de la elipsis y de la economía verbal, y un cierre que nos deja más fríos que un cadáver en el refri de las atestadas morgues. Un experto productor de relámpagos narrativos. Tal como lo exige el formato de Ríodoce o de El Debate para sus diversos personajes.

¿Por qué son tan atractivos estos sicarios sarcásticos y despiadados? Me aventuro a responder que por su simpatía y buen humor. Porque toda situación la llevan a un extremo hiperbólico, y en la exageración desproporcionada reside su encanto. Como el hecho está tan magnificado, no puede tomarse en serio, y se advierte que está fuera de la normalidad. Pero aderezado con ese ingrediente venenoso, corrosivo, que es el humor negrísimo, obra de este autor que parece un sujeto decente y bien portado, pero ¡cuidado! No se dejen engañar por su cara de mosca muerta.

El humor merece unos segundos de atención. Es nuestro más recurrente mecanismo de defensa ante una realidad que con gusto nos aplasta. Como somos un país con una maquinaria judicial incapaz de impartir justicia, un país donde muchísimos funcionarios no funcionan, una república de representantes que se representan mejor a sí mismos, sólo nos resta el humor y la carcajada para pasar el trago amargo de una sobredosis de realidad. A través del humor, riéndonos de los otros (de los que abusan del poder, los administradores de la violencia y el asesinato, los traficantes de sueños de fentanilo, los vendedores de la ignorancia) hacemos justicia por nuestra propia mano, contando chistes, caricaturizándolos, leyendo al Ñacas y al Tacuachi, cada domingo. Así, sentimos, que se nos sale un poco la espina enterrada en el corazón. De esta manera hacemos justicia a carcajadas. Y nos queda la ilusión de que los pusimos en su lugar.

Venimos de una tradición donde nos tuteamos con la muerte, la celebramos, la colmamos de flores de cempasúchil y de tamales. La convertimos en escultura azucarada, en un puñado de versos rimados, en disfraz acatrinado, en pan de muerto, en calaverita bailarina. Como si no supiéramos de su letalidad y eficacia. La tuteamos para hacer amistad con ella, y no se acuerde durante muchos años de nosotros. Como si fuéramos de igual a igual. Nos divertimos bromeando con ella, dándole un codazo. Y Bobadilla lo aprendió desde que era un mocoso sin mocos, un morro que tarde o temprano se da cuenta de que en este territorio llamado Sinaloa se siembran cereales y cráneos. Que la muerte se pasea oronda por nuestras colonias, por los periódicos o por el chisme que trafican las comadres. Tal vez por ello, sus sicarios tienen tanta facilidad para matar y reírse, para no dramatizar sus actos brutales, para continuar en este mundo sin un asomo de culpa.

No quiero terminar sin antes reconocer el encanto brutal que tiene Ricardo para endilgarles apodos a sus personajes. El Cuatro Nalgas, Prepucio Juárez, El Cochote de Sinaloa, Espiridión Pantoja, El Rompe Catres, El periodista Chayo Terán, El Güero Muriático, Los Cocuyos de Batopito, El Uñas Miadas, El Comandante Chola Luria, Don Prolongación, El Cuachas, Estefani Shakira, El Miau, El Cholas, El Cacarizo Gutiérrez, El Oldi y El Chancros, Beyonce Guadalupe, Pedro Gargán: El Gargajos, y pueblos como El Cerote de Abajo, Marihuanato o Amapolato ¡Pura cajeta de Celaya!

Por último, celebro que estos sicarios especialistas en liquidar el mal humor y la amargura, encuentren otros terrenos por conquistar, donde puedan hacer de las suyas, provocando que la gente se muera…pero de risa. Hasta donde lleguen con sus fechorías graciosas darán el tiro de gracia. Y llevarán el sinaloense básico a otras latitudes. Porque aquí ya parió la cochi, Arre, Lulú, y si otro pedo les gorgorea, ábranse, que aquí van a volar pelos, que El Ñacas y El Tacuachi tienen con qué quererlos.

Artículo publicado el 17 de diciembre de 2023 en la edición 1090 del semanario Ríodoce.

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