Malayerba: Amanecidos

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Habían sido agentes de la Policía Ministerial y esa noche decidieron irse de juerga. Enfilaron hacia La Palma y allá se encontraron con viejos amigos. Acostumbrados a las armas, subieron un fusil cuerno de chivo y lo dejaron en el asiento trasero.

De ahí se pasearon por los pueblos vecinos: buscaron mujeres y amigos, expendios de cerveza y aguajes, la orilla del río, el patio grande del primo aquel que colindaba con un arroyo.

Los bucanas y las cervezas ya paseaban por las rúas sanguíneas, hacían nidos ocasionales en el cerebro, atarantaban la lengua y habían puesto más peso en los párpados. Pero nadie cejaba.

Hay que pistear mi compa. Acabarnos la cerveza, el güisqui. Porque mañana quién sabe. Y levantaban el codo.

Allá, en medio de los caminos polvorientos y los focos amarillos que parecían parpadear entre la arboleda y el viento que recorría la zona anunciando la cuaresma, se instalaron en una carreta de tacos y cenaron de carne asada.

Ríos de alcohol abultando panzas, haciéndole bromas a las neuronas, provocando risotadas en medio de las anécdotas, las aventuras con mujeres que se ponían difíciles y de cuando eran polis de la ministerial.
Vámonos, dijo el que manejaba. Pero el compadre contestó que no, que la estaba pasando a todo dar: nos vamos cuando amanezca.

Cuando el sol rasguñaba las nubes y el firmamento del lado oriente, regresaban a la ciudad: vampiros de botes y botellas, borrachos de noche, pisaban con sus llantas al asfalto de Culiacán.

El que iba de copiloto miró al asiento trasero. El fusil seguía ahí, recostado a lo largo, como esperándolo. Se estiró para alcanzarlo. Logró sujetarlo con cierta torpeza y llevarlo hasta sus piernas.

Lo puso ahí, otra vez recostado. La derecha cerca, a pocos centímetros del gatillo. El otro en el extremo del cañón. Su acompañante, el conductor, miró que el seguro estaba puesto. Le dijo, Compadre, no juegue con eso.

Ahí lo dejó. Sus manos no se movían. Hablaban, cantaban, reían. La borrachera dura más si es bien administrada, si se combina con la amistad, buenas muchachas, la plática y esas rolas. Qué buena peda, mi compa.

Ya habían alcanzado la entrada principal. Antes de llegar al acceso al aeropuerto asaltó la calzada una camioneta Chevrolet extra larga. El joven que la manejaba derrapó, perdió el control y le pegó en el costado derecho del vehículo de ellos, machacando desde la defensa delantera hasta el guardafango trasero.

Ay cabrón, le gritó el conductor. El de la camioneta se sobrepuso del choque. Permaneció unos segundos en la cabina, frente al volante. Vio por el retrovisor y desabrochó el cinturón. Abrió la puerta, bajó y caminó inseguro hacia el par que ya lo miraba.

El que manejaba también desprendió el cinturón y exclamó ah, qué bueno que se paró este bato. Bajó para ver los daños, mientras el de la camioneta le preguntaba que si estaban bien, que no se había dado cuenta.

El otro se bajó con el fusil en la mano, colgándole de la derecha. Apuntando hacia abajo. El de la camioneta lo vio y le dijo, No compa, no. Corrió, alcanzó la puerta, se montó y se fue.
Pinche compadre. Que caro me saliste.

Artículo publicado el 03 e septiembre de 2023 en la edición 1075 del semanario Ríodoce.

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