Malayerba: Rosario de oro

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Nació entre los plantíos y el tráfico. Y vio de cerca la muerte, cuando apenas tendría siete años: su padre fue asesinado a balazos por cultivadores rivales.

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Otros familiares se lo llevaron a Culiacán. Y siempre que regresaba al rancho había problemas. Dos, tres días y aparecía un muerto en el monte.

Así creció. Los borregos gordos de los surcos de yerba, sus cosechas jugosas y la venta del enervante.

ero también las espinas de los pleitos, los ajustes de cuentas, los guachos y la policía.

Este plebe tiene agallas. Y güevos, dijo uno de sus tíos. Y decidieron enviarlo a la frontera, a una nueva encomienda: cachar en la línea con Estados Unidos la droga que aventaban desde las avionetas. Muchos paquetes enviados. Cero pérdidas.

Las cuentas claras lo hicieron poderoso y ejemplar. Empezó a agarrar dinero y a comprar bienes: carros de lujo, camionetas, una residencia en la ciudad, un rancho, otra casa en el norte.

Se convirtió en un cliente automático de las agencias de automóviles. Les llegaban los nuevos modelos y le apartaban uno o dos, abandonaba los carros que para él eran viejos, con un año de uso, y sacaba las nuevas unidades sin dar enganche siquiera.

La poli y el Ejército empezaron a pararlo en los retenes. Los de la federal le ponían cola y plantones frente a sus casas y negocios. Él se encomendó a San Judas Tadeo y compró un rosario de oro.

Lo paraban y lo paraban. Le decían, Para quién trabajas, quién es tu jefe, saca la droga, dónde está el clavo, los billetes. Pero siempre andaba limpio, aunque le encantaban las borracheras.

Cuando andaba briago les daba billetes de a 200 pesos, dólares. El policía se portaba bien, no le pedía, le respondían, Disculpe patrón, a sus órdenes jefe. Y él era generoso: tengan pa’l perico, pa’los tacos.

Pero ese poli de la Municipal le tenía ganas. No le gustaba su rosario, su Judas Tadeo meneándose bajo el espejo retrovisor ni la estampita enmarcada sobre el tablero de la Cheyenne ni los modos del narco aquel.

Lo detuvo cuantas veces quiso. Lo esculcó. Metió mano en zapatos y pantalones. Le pasó báscula bajo calcetines y en la entrepierna. Nada, nada. Y la encuesta eterna: Cuánto traes, saca el perico, la mota, por qué tantas alhajas, para quién chambeas.

Nada, nada, le contestó esa vez, bien borracho. Ah, cómo chingas, le agregó, balbuceando. Le dijeron que se lo iban a llevar.

Aplastó el acelerador hasta que llegó a su casa. Ahí, frente al portón, se pararon los agentes. Desde dentro empezó a gritar vituperios. Aquí yo mando y ustedes me la pelan.

El poli se encabritó. Los demás se quedaron mirando. El poli escaló muros. El narco se subió al techo. El poli lo alcanzó en la calle trasera, lo tumbó y le dio un balazo en la pierna izquierda.

Fue recostado en la caja de la patrulla. El poli le decía, No que muy cabrón, no que te la pelamos. Y él contestaba, llorando, que lo llevaran a un hospital: Que no ves que estoy herido, me desangro.

Y el poli se quedó mirándolo. Lo esculcó con la mirada. Como un escáner, como un científico frente al microscopio; un niño del otro lado de la jaula de las serpientes.

Así permaneció, ido. Dejó de escuchar los gritos y lamentos. Apagó los oídos a las súplicas y a las recomendaciones de sus compañeros. Vio la sangre corriendo, goteando al suelo. Y el rosario.

Y al rato como que despertó. Y ya nada se movió. Solo sangre y más sangre.

Artículo publicado el 30 de julio de 2023 en la edición 1070 del semanario Ríodoce.

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