Malayerba: Entrega total

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Rafael era de entregas totales. En la chamba y la escuela, cuando fue vendedor de publicidad y también en la religión y cuando le tocó dar clases en esa escuela privada. Todo fue prepararse, entrarle y esforzarse. Darle y darle, sin tregua.

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Su vida cotidiana, sin sorpresas ni deudas impagadas, dio el salto al vacío y él se vio cayendo estrepitosamente hasta el fondo, al abismo: De esta no me voy a salvar.

Los dos jóvenes se le acercaron y no vio nada anormal. Salía del restaurante, muy cerca del centro de la ciudad. Un café americano, dos huevos con jamón y un jugo de naranja. Todo se le revolvió cuando se dirigieron a él, con sendas pistolas escuadras.

Vámonos, le dijeron, quedito y discretos. Lo tomaron fuertemente del brazo. Uno de ellos abrió la puerta de un vehículo y otro más, el tercero, los esperaba sentado frente al volante, con el motor encendido.

Lo subieron atrás. Y apenas acomodó las nalgas cuando el que iba con él lo aventó hacia un lado para que quedara recostado. Le amarró las manos hacia atrás y le tapó los ojos y parte de la cabeza con un pedazo de trapo que quedó envuelto a su vez con cinta adhesiva.

Dios mío, Dios mío. Ayúdame, dame fuerzas. Rezó. Les dijo qué pasa, a dónde me llevan, de qué se trata. Por favor no me maten, no me hagan nada, no he hecho nada. Por favor.

Después no supo a dónde lo llevaron. Entraron a una especie de cochera. Escuchó el portón levantándose. Oyó los pasos de alguien que al parecer se bajaba del carro en que iban y abría las puertas del inmueble.

Sintió humedad y calentura. Una tibieza que le recorría el cuerpo, que anidaba en brazos y piernas, que hacía que le temblara la panza y el cuello: como toques, como calambres transmutando, viajando, por toda su humanidad.

Lloró y volvió a suplicar.

El silencio. Le pareció escucharlos respirar. Cuchicheaban muy cerca de él. No entendió. Dejó de hablar. Oyó los pasos que iban y se perdían entre recámaras, pasillos, la cocina.

Le pareció también que movían muebles. Que chocaban trastes, sartenes, cucharas, que encendían y apagaban con el dispositivo electrónico la estufa. Abrían y cerraban el refri, puertas de los compartimentos de la alacena.

Recordó el olor del fierro del que estaban empapadas las manos que lo habían sujetado, empujado y encintado. Era el olor que produce el sudor y el tallar el metal de las armas. Quedaron impregnados en sus ropas y en su piel.

Hablaron con alguien por teléfono. No le dijeron nada. No le faltaron el agua y la comida. Una cuarta persona, el jefe, llegó y lo llevaron hasta él. Sintió sus pupilas apuntándole fijamente y luego dijo, No es él.

Seguro. Sí, estoy seguro. Cometieron un error. Qué hacemos. Mátenlo.

Lo sacaron de ahí y de nuevo lo metieron al carro. De nuevo el ruido del portón de la cochera. De nuevo él recostado en el piso. Pasaron varios minutos por algunas calles. Lo bajaron. Sintió la tierra, los matorrales.

Le dijo, No me mates, por favor, por diosito. Si no soy yo no diré nada. Aquí déjame, pero no me mates. El desconocido cortó cartucho. Colocó el cañón de la pistola en la cabeza.

Él se dijo, Es el fin. Vio el vacío, su caída, la oscuridad. Dios mío, me entrego a ti. Me entrego totalmente a ti. Perdón. Se desmayó.

Clic.

Despertó. Ya no traía los ojos vendados. Caminó, lo ayudaron unos vaqueros. De raite, a como pudo, llegó a su casa. Dos días después vio en los periódicos que habían ejecutado a alguien. Alguien que se le parecía.

Artículo publicado el 23 de julio de 2023 en la edición 1069 del semanario Ríodoce.

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