Malayerba: Parabólica

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Juan era cabrón, pero no tanto: no tanto como para matar sin razón, golpear o amenazar a alguien que no conocía o cometer algún abuso, escándalo o desplante público para hacerse notar.

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Por eso se decidió a entrarle. Era una bronca de unos parientes, que también eran amigos. Se dijo y lo mencionó en voz alta. Voy a intervenir con tal de que todo esto se resuelva. Es una pendejada, por eso creo que se puede solucionar sin más problema.

Sus amigos y familiares le advirtieron, Estos cabrones no son de fiar, no puedes llegar así como si nada, a platicar y negociar.

Entonces decidió que lo tenían que acompañar unos seis, todos de plena confianza. Así si pasa algo, si hay chingazos, entonces ustedes entran. Iban con chalecos tácticos, de esos con bolsas para meter cargadores y balas. Otros traían fornituras, radios, teléfonos celulares.

Todos con escuadras cuarenta y cinco, nueve milímetros o treinta y ocho. Todos con fusiles cuernos de chivo. Esa será la segunda opción, les repitió. Pero no creo que sea necesario. Creo que todo se resolverá. Y pronto.

Tomaron camino a la sierra. Subieron en camionetas hasta una comunidad cercana. Aquí se quedan, esperándome. Yo subo a platicar con ellos. Si no regreso en dos horas van por mí. Y vendrá lo peor.

Todo por esa antena parabólica. A los del otro bando, que también eran parientes, no les había gustado que quedara instalada en este terreno, que era de ellos. Y los otros les contestaban que no era para tanto. Pero que no la moverían.

Entonces ambos hicieron de la relación una bola de nudos. Nudos duros, bien amarrados, difíciles de desatar. Nudos como rocas: para distanciar, enfrentar, sangrar. Y se declararon la guerra.

A eso iba él. A firmar la paz. No puede ser para tanto. Y repetía esto, mientras avanzaba, hasta el punto de encuentro.

Llegó y el jefe de su contraparte estaba ebrio y drogado. Tenía a un lado el fusil acostado. El bote de cerveza, sudando frío, en la mano. La mirada en otro lugar. Él apenas volteó a verlo. No lo saludó. Hizo una seña. Salieron diez, quince.

Él les dijo, Hay que platicar, no puede ser tanto desmadre por tan poco. Para enviar una señal de buena voluntad se desabotonó el chaleco, hizo caer al suelo la nueve milímetros, los cartuchos y cargadores.
Levantó las manos en señal de rendición. Vengo en son de paz, les dijo.

Dos de ellos lo sujetaron. Le golpearon el estómago, la cara. En el suelo lo patearon. Algo le gritaban. Se carcajeaban. Tasajeado y moribundo, les pidió clemencia. No lo oyeron. Traían cerilla de plomo en los oídos. Le dispararon.

Aquel no vuelve. Qué hacemos. Se preguntó uno, en voz alta. Vamos por él, le dijo. Todos asintieron. Sudaban. Olían a óxido sus manos, por el tallar, el sostener nervioso de los fierros de cuernos de chivo.
Se montaron en la camioneta. Subieron el cerro que estaba enfrente y otro de más allá. Penetraron la selva, serpentearon entre los pinos, zigzaguearon entre veredas y pueblitos.

Entre dos pequeños cerros, de ambos lados del camino, los esperaban. Les abrieron fuego. Cayeron uno, dos, en las primeras ráfagas. Los otros respondieron, corrieron, se agacharon tras las rocas y los árboles, y repelieron. También fueron abatidos.

Salieron de entre el monte para dispararles de cerca. Los subieron a una camioneta y se los llevaron a tres horas de ahí. Los tiraron en un paraje, uno encima de otro, como animales.

Y ya nadie se acordó de la antena parabólica. Y otros nudos estaban siendo atados: duros y sangrantes.

Artículo publicado el 16 de julio de 2023 en la edición 1068 del semanario Ríodoce.

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