Malayerba: Desarmados

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Pedro y Pablo eran amigos y hermanos. Trabajaban en la misma dependencia de Gobierno y tantos años y vivencias, sorteadas juntos, los mantenía unidos como uno solo.

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Compartían amistades y familias. Borracheras y desventuras. Amores furtivos y complicidades. Eran inspectores. La Procuraduría Federal de Protección al Ambiente los envió a supervisar posibles actos delictivos.

Atendían denuncias anónimas de tala de mangle en la zona costera, donde era común que la construcción de granjas camaroneras se tradujera en devastación de la vegetación.

También los enviaban a atender deforestación en los valles, en la zona agrícola. Tumba de árboles y pinares en la sierra, eran otros de los casos, igual que la detección de carboneras operando sin autorización del Gobierno.

Esa vez les dijeron que les habían avisado, a través de un pitazo anónimo, que estaba funcionando una carbonera en el pie de la serranía, cerca de El Fuerte, pero también les informaron que tenían que darse la vuelta por San Blas, y que no descartaran trasladarse a Sinaloa.

Empezaron por El Fuerte. Pusieron un retén. Y nada. Pasaron dos horas y dijeron no es por aquí. Tomaron la carretera Los Mochis rumbo a San Blas y también instalaron un punto de revisión. Llegaron camiones y camionetas. Revisión con lupa. El mismo resultado.

De nuevo tomaron la carretera, esta vez con destino a Sinaloa. Se bajaron de la cinta asfáltica y empezaron a tomar veredas, caminos angostos, de vegetación exuberante, invadiendo, estorbando, saliendo al paso.

No es por aquí compadre. Tienes razón. Dieron vuelta, tratando de regresar. Se perdieron. Es por aquí, por allá. Creo que te volviste a equivocar. Agarra reversa. Da vuelta.

Iban descubriendo el camino conforme avanzaban, con escasa visibilidad, subiendo y bajando laderas, pisando piedras boludas, arremangando arrojos, alterando vados y breves claros de plantas chaparras y flacas.

Y de las carboneras nada. Habían pasado por pequeños caseríos y topado con pocas camionetas. Las revisaban, preguntaban, husmeaban. Ningún indicio de explotación ilegal de carbón y maderas.

Eran pocas las casuchas que se veían a lo lejos. Era cada vez más aplastante el cantar de pájaros y el silencio ausente de humanos, conforme avanzaban y se adentraban en aquella selva.

Andamos mal. Por sí o por no, creo que es mejor regresar. No vaya a ser el diablo.

No se habían dado cuenta, pero estaban en medio de plantas frondosas y verdes: mariguana próxima a ser cosechada.

Dieron reversa y antes de que pudieran retroceder cinco metros tuvieron que parar. Tres camionetas habían rodeado la unidad oficial. De ellas descendieron unos diez sujetos, con fusil en mano.

Les preguntaron, Qué andan haciendo, quién los manda, quién es el jefe. Luego les exigieron que sacaran las armas. Los encuernados les insistieron a pesar de que los inspectores les decían una y otra vez que no traían nada, que se habían perdido.

En la puerta de la unidad los desconocidos leían y releían el letrero de Procuraduría Federal y pensaron, Estos son policías, nos vienen a chingar. Se hartaron de preguntarles por las armas.

Les dieron una paseada mientras llamaban por teléfono. Sudores y temblores. Amenazas, cartucho arriba. Y los soltaron.

De regreso, ya a salvo, Pedro le preguntaba a Pablo cómo se sentía. Era sabido que padecía del corazón, presión arterial alta, diabetes y otros males.

Nada. No sentí nada. Cómo que nada. No, nada: no sentí las piernas, no sentí los brazos, las manos, los dedos. Nada.

Artículo publicado el 19 de marzo de 2023 en la edición 1051 del semanario Ríodoce.

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