El comandante tomaba su Coca de las ocho. La jornada apenas empezaba y había que echarse un refrigerio: Coca laic y un paquete de galletas Emperador.
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Recargado en su patrulla, una vieja camioneta retocada para que diera buen aspecto, de blanco y negro, con torreta tuerta y los sillones mordidos. Junto a él, sentado, dentro de la cabina, su compañero. Le contaba chistes malos. Se autofestejaba.
El comandante abrió los ojos y soltó el paquete de galletas cuando vio aproximarse una camioneta oscura. Un hombre joven, amezclillado, con botas de piel de cocodrilo y cinto con relieves, le hizo señas.
El comandante avanzó hacia él. Pérame, le dijo al agente. Se acercó. Hablaron en voz baja. El comandante con su Coca-Cola soldada a su derecha. La otra mano con el pulgar metido entre el cinto y el pantalón.
Lo escuchó con atención. El desconocido sacó un sobre y se lo entregó. El comandante sonrió con malicia: un haz de luz se instaló en la comisura de sus labios húmedos, bañados por los destartalados pelos del bigote.
El sujeto se alejó. El comandante volvió a subir el pie en la llanta, tomó de nuevo el paquete con las tres galletas que le quedaban y continuó inundando lengua y paladar.
Con calma, tomó el teléfono celular. Le dijo al otro ya’stá.
Había hablado con un oficial de la Policía. Quedaron de encontrarse en otro lugar.
Le explicó de qué se trataba. Le enseñó el sobre. Se relamió otra vez los labios. Tocó el bigote disparejo con la punta de su lengua, lascivo. Yo te aviso.
El timbre sonó. El comandante tomó el celular con destreza, rápido. A la orden mi jefe. Entiendo. Así será. Colgó y sin moverlo de su mano aplastó el botón verde para marcar de nuevo. Le dijo al oficial con el que había hablado antes, Es hora compa.
Sin usar la frecuencia de la radio de la Policía, el comandante instaló su patrulla en uno de los extremos de la calle. Nueve de la noche. La calle serena y triste. Trece grados centígrados a esa hora. Había en la región un nuevo frente frío.
Frío invernal. El miedo también obliga a abrigarse.
El otro oficial hizo lo mismo, pero en el otro extremo. La larga cuadra, en ambas esquinas, estaba bloqueada. No pasa nadie. Nadie, después de esa camioneta oscura. No la ven. Siguen metidos, recargados. Coca laic. Envoltorio vacío de Emperador. Migas traviesas.
Serena la calle, atrae sombras. Atrae pavor. La gente se encierra, nadie se asoma. Llega un hombre joven. Va en su bicicleta. Se acerca. Traspasa el cerco policiaco. Los policías lo ven pero se hacen. Él los ve, no se las huele. No hasta que está dentro, bloqueado.
Los agentes ni voltean a sus espaldas. Siguen idos, viendo hacia el otro lado, hacia fuera de esa cuadra. El de la bici quiere regresarse. Ve al de la camioneta. Pedalea pero se le traban los pies. Los encuentra al fin. Le da recio, recio. Y ta-ta-ta-ta.
Cae. No tiene buena puntería. El que disparó lo hizo en trece ocasiones, con un cuerno de chivo. El de la camioneta y sus sicarios huyen. El de la bici yace, pintando de rojo el empedrado.
Los de las patrullas ya no están. Dan una vuelta. Oyen el reporte de unos tiros, fingen que se sorprenden, se acercan. Pronto llega la ambulancia. Dos tres heridas. Dos heridas. Gritan los paramédicos. No la va a hacer, dice otro.
Se lo llevan al hospital. Y antes de que les saquen las balas, antes del bisturí, entre las gasas, muere.
El comandante pregunta. Le dan el último reporte. Suelta el aire. Le dice a su compañero, Vamos por otra Coca. La jornada es larga. Hay que descansar.
Artículo publicado el 28 de noviembre de 2021 en la edición 983 del semanario Ríodoce.