Malayerba: Los inversionistas

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No eran cualquier inversionista. Entacuchados con ropa de etiqueta. Vehículos de buen gusto. Buenas formas al hablar. Nada de estridencias ni camisas de seda ni botas de piel exótica ni historias de balazos.

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Esos cuatro llegaron a Culiacán partiendo plaza. Buscaron ranchos, industrias, sociedades inmobiliarias, empresas constructoras, terrenos y cadenas restauranteras. Traían lana y mucha y querían moverla aquí y allá.

En los trajines de esta búsqueda dieron con él: experiencia en ranchos ganaderos hoy prósperos, empaques legumbreros de alta tecnología, exportación de hortalizas al mercado estadunidense. Todo el teje y maneje.

Suficientes cartas credenciales. Estaba lista la operación y él era el intermediario. Para diez millones de dólares no estaba nada mal. Negocio próspero, redondo y para todos, era el fruto que se esperaba.

Todo empezaba en esos animales y ese rancho. Algunos de los productos terminaban en la cadena restaurantera y de supermercados. También en el paladar de los gringos. Cubrían la cadena y sacaban tajada de cada eslabón.

Así que lo demás era formalizar la inversión. La cita era en un mes, en Tijuana. Los tipos serios y formales le entregaron varios miles de dólares como adelanto de honorarios. Le dieron una dirección de aquella ciudad y la fecha.

Los documentos estaban listos. Los números cuadraban hasta con el más perfecto círculo. Proyectos anexos, corridas financieras, servicios de consultoría de especialistas en tal o cual actividad económica. Todo iba ahí, en ese portafolio de la bonanza.

Llegaron en el vuelo convenido. Era la hora precisa para arribar al domicilio acordado. Taxi en el aeropuerto. Llévenos por favor a este lugar. Iban él y los futuros socios. Los acompañaba un consultor, por si las dudas.

El taxista siguió en silencio. Bulevares, desviaciones, calles, en busca del domicilio pactado. Se sorprendieron cuando dieron por fin: una funeraria grande y lujosa, pero igual sin estridencias.

Se sorprendieron. Vieron para todos lados. Le echaron una mirada a los locales adjuntos. Se asomaron a ambas esquinas. Preguntaron al del local de enfrente. Y sí. Todo coincidía. Era ahí, sin duda.

Por fin se animaron a llegar. Los recibió uno de los que había protagonizado el recorrido por tierras culichis. Le propinó el mismo trato amable y educado que los había caracterizado en Culiacán.

Le dijo que esperarían a los otros, que en cualquier momento llegarían, que andaban en negocios en Los Ángeles, pues allá también tenían algunos socios e inversiones que ya “caminaban” por el sendero del éxito.

Departieron café, refrescos. Repasaron de rozón datos de la inversión en Culiacán. Hasta bromearon con vivencias de la comitiva. Y hablaron del clima y las mujeres, todavía sin perder el estilo ni la compostura.

Luego se levantó para atender una llamada. La secretaria le dijo que podía contestar en esa extensión. Pero no dijo nada. Se incorporó y caminó hacia su privado. Con ademanes finos, pidió permiso para ausentarse.

Regresó con el rostro descuadrado y lleno de arrugas. Sombrío, les dijo que había ocurrido una alarma, una emergencia: tienen que irse, pero ya. Todos se levantaron y corrieron al aeropuerto.

Esa tarde mataron a Colosio.

Artículo publicado el 15 de agosto de 2021 en la edición 968 del semanario Ríodoce.

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