Malaryeba: Motel

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Qué crees que me pasó, le cuenta el ingeniero a su primo: pues fíjate que iba yo por la salida norte de la ciudad en mi carrito, cuando sale en madriza una camioneta escaleid blanca del motel.

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Yo traté de virar. Frené de una y a pesar de que aplasté hasta el fondo el pedal del freno y de que mi carrito se coleó, la escaleid alcanzó a pegarle al guardafango del lado derecho y parte de la defensa.

Yo traía prisa y me entró miedo de que saliera un tipo armado y me disparara. Lo que hice fue seguir adelante. La camioneta siguió de frente, a toda velocidad, pero alcancé a ver que traía en el cristal trasero unas calcomanías de la santa muerte.

Pues dije, Luego la busco. Al cabo ya sé la marca y el modelo, que es blanca y tiene esas calcas. Así que seguí de frente y vi por el espejo retrovisor cómo la escaleid daba vuelta en u y se extinguía entre los carros, en chinga y en zigzag.

Me fui a mis negocios. Estuvo bien pero con los billetes que saqué no me alcanzó para arreglar los golpes que traía en la carrocería y la defensa mi carrito. Así que volví a pensar que algún día me iba a topar de nuevo con la camioneta. Y les iba a cobrar.

En una de esas vueltas al supermercado que veo en el estacionamiento del centro comercial la camionetona esa: blanca, reluciente, rines de lujo y las calcas de la santa muerte pegadas en el oscuro cristal. Estaba seguro que era la misma que me había chocado.

Esperé a que llegara el dueño, disimuladamente, a varios metros, mientras oía unas rolas en el estereo de mi carro. A los pocos minutos llega un hombre como de cincuenta años: sombrero tejano, barba de tres días y botas café de piel de avestruz. Junto a él una güera despampanante.

Ella se subió primero, del lado del copiloto. Él la vigiló de cerca, mientras iniciaba su ritual de abrir la puerta del conductor y encaramarse a la cabina. Entonces me acerqué y le dijo al amigo que quería hablar con él, a solas, que si me permitía unos segundos.

El amigo se me quedó viendo, desconfiado. Le digo venga, son unos minutos. Quiero hablar con usted, pero en privado, para que no lo escuche su esposa.

Dimos unos cinco pasos y ya, a varios metros de la escaleid, se la solté: mire, soy el del carrito rojo, al que chocó usted el otro día, cuando salía del motel. Nada más quiero pedirle que me pague. No es gran cosa, pero necesito ese dinero para repararla.

El amigo se puso serio. Arrugó la cara, apretó el puño y abrió el derecho para pasarlo por la barba crecida. Mira, qué cabrona, dijo. Y me pidió que me esperara tantito.

Entonces este señor sacó una pistola que traía fajada y caminó hacia la güera y empezó a gritarle, Puta jija de la chingada, no me dijiste que te chocaron en el centro comercial, pero no, andabas metiéndote con algún hombre.

El amigo le jalaba los pelos, le cabeza y la zangoloteaba mientras le daba duro con la cacha del arma. Empezó a salpicar de sangre el asiento, el tablero y los cristales. Ella nomás gritaba. Y yo dije, Mejor me voy. No vaya a ser que me toque.

Como la ves, primo.

El primo se quedó mirando quién saber para dónde. Como el relato había tardado, acostó su barbilla en la palma de su mano izquierda. Así que el ingeniero tuvo que volverle a preguntar mientras le sacudía levemente el pelo.

Primo, primo.

Se le puso enfrente. Levantó los brazos queriendo despertarlo. Hasta que el primo reaccionó: ay primo, ta cabrón. Pero, entonces, no te pago.

Columna publicada el 20 de junio de 2021 en la edición 960 del semanario Ríodoce.

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