La humanidad se unió para lanzar y volar un asteroide que iba directo a la tierra, y lo logró, pero los restos de la enorme roca cayeron como lluvia y los compuestos químicos que contenían lo cambiaron todo. Principalmente, hicieron que hormigas, cucarachas, cocodrilos, sapos y demás criaturas mutaran, crecieran, se descontrolaran, se volvieran crueles y en un año acabaran con el 95 por ciento de la población. El otro 5 por ciento lleva siete años resguardado en bunkers o cuevas. Cansado de esa situación, Joel (Dylan O’Brien) sale de su escondite para reunirse con Aimee (Jessica Henwick), la chica que le gusta, sin pensar en lo desagradable que pudiera ser lo que vea cuando la encuentre.
Los efectos especiales son un punto a favor de Amor y monstruos (Love and Monsters/EU/2020), dirigida por Matthew Robinson, los cuales pueden admirarse y disfrutarse más a la hora que aparecen los gigantes y hambrientos animales, a veces camuflados entre la vegetación de esos hermosos paisajes fotografiados por la cámara de Lachlan Milne, como ese impresionante caracol, con su expresión de serenidad; ese sorprendente sapo que emerge del agua y salta con una agilidad envidiable; o esas bellas y relajantes medusas flotantes.
La cinta disponible en Netflix acierta en incluir a Dylan O’Brien como su protagonista, quien de manera convincente muestra diferentes matices y logra una excelente interpretación como ese chico que se paraliza cada que tiene un monstruo frente a él. Sin embargo, también se muestra arriesgado y osado, ya que, a pesar de sus miedos, sale de su escondite, de su comodidad, y va al encuentro de la joven que ama.
Lo interesante de Joel es la transformación y el crecimiento personal que logra a través de las experiencias que tiene, de las batallas que enfrenta, de los monstruos que derrota o esquiva, de las enseñanzas que le dejan un solitario y audaz perro, las lecciones y aprendizajes que le ofrece una arriesgada, inteligente y valiente niña, y de esa sacudida de emociones que le regala un robot que está a punto de apagarse para siempre.
Aunque no es la primera vez que se ve a humanos en un contexto real y cotidiano en medio de animales gigantescos, ahí están Parque jurásico (1993) y sus secuelas, como ejemplo, la habilidad del filme escrito por Brian Duffield y Matthew Robinson es hacer que su historia sea creíble. Si bien al principio se percibe tonto que Joel vaya en busca de Aimee, que le pase todo eso en el camino y en su destino, sea bueno, malo, chistoso, tierno o temeroso, hace verosímil lo que en otro momento luciría como absurdo.
Amor y monstruos es una película entretenida, a secas. Se disfruta y satisface, aunque no es espectacular. Tiene buenos momentos, excelentes escenas, pero no de esas realmente intensas, de las que hacen saltar de la butaca, del sillón o de la cama. El encuentro con un perro es tierno y gracioso, sobre todo porque el animal muestra una capacidad histriónica que ya quisieran muchos interpretes estudiados; los últimos minutos de un robot que sacrifica su energía en un acto altruista y heroico podría ser de lo más emotivo en mucho tiempo; el casi ser devorado junto a su nueva mascota a la orilla de un río es, quizás, lo más intenso y peligroso. No se la pierda… bajo su propia responsabilidad, como siempre.
Artículo publicado el 09 de mayo de 2021 en la edición 954 del semanario Ríodoce.