Malayerba: Seis balazos

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El hombre llega a ese lugar. La costa lo abraza: el sol pintando de anaranjado y rojo, la unión entre el cielo y el mar, las olas besando sus pies, los guaruras blindando la zona y los dueños de los comercios y sus empleados de hinojos a sus pies. Llegaban al pequeño y luminoso puerto en cinco camionetas.

A veces bastaban con dos anillos, como ellos mismos los llamaban. Eran murallas en dos o tres cuadras a la redonda. Hombres con pecheras, armados con fusiles automáticos terciados, pistolas fajadas, chalecos antibalas y ramos de granadas pendiendo de las fornituras.

Pero cuando había riesgos y se percibía en el ambiente el peligro y los músculos tensos y las miradas psicóticas, entonces eran tres los anillos de seguridad. Y en lugar de los treinta hombres armados, sumaban cincuenta.

El ritual era de película de los hermanos Almada. Llegaban unos y aseguraban la zona. Luego otros que se formaban más allá. Y al final, un tercer grupo y con ellos el jefe. Mediana estatura, sonrisa ladeada, cachucha o sombrero y un andar desparpajado y ruidoso.

Es él. El jefe. Ya llegó. Y los restaurantes que él frecuentaba se revolucionaban. Algunas veces llegaban los de la avanzada para avisar, Ai viene, preparen todo lo que al jefe le gusta. Diez minutos. Otras, era de sopetón. Y todos a medio correr.

En algunos restaurantes era sabido que le preparaban pescado sarandeado. Otras veces se conformaba con los mariscos y unas cuantas cervezas. O lo de siempre: camarón con pulpo, aguachile, cocteles con ostiones y almejas, y el reglamentario y religioso ceviche de curvina.

Pero no era así cuando llegaba con él. Primero los hombres armados le avisaban que el chaca quería lo de siempre. Usté sabe. Entonces ponía a cocer los camarones, que deberían estar frescos, casi recién sacados del mar y no tan calientes para servirlos en la charola del patrón.

El platillo era una exquisita botana. En un vaso güisquero se servía tequila. Doble ración. En medio, flotando, en espera, codiciado y coqueto, un camarón de medio tamaño.

A un lado, a la mano siempre, una cerveza Pacífico en su versión ampolleta.

No podían servirse todos al mismo tiempo. El ritual consistía en que debía poner uno por uno. Antes de concluir con la primera dosis, la otra debía estar ya en la mesa, frente a los ojos del capo. Un mesero tenía que permanecer ahí, como soldado del Estado Mayor Presidencial. No era raro que pidiera la salsa Guacamaya, un poco de limón y el recipiente de la sal.

Cuando ella llegó con sus amigos, la caravana de camionetas blindadas se retiraba. Quedaron unos diez hombres en la retaguardia, por si se ofrecía algo. La densa humedad evitó la polvareda y los vehículos parecían a lo lejos un desfile de brillosos escarabajos de acero.

Y esos quiénes son, preguntó uno. Es el jefe. Quién. Nadie. Y a qué viene. A echarse unos balazos, le contestó el mesero. La mujer se espantó. Hubo muertos, heridos. No, así se llama la botana y los tragos que él se echa.

Columna publicada el 25 de abril de 2021 en la edición 952 del semanario Ríodoce.

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