Malayerba: El susto

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Escuchó disparos. Se estaba estrenando en el polideportivo, al que sólo conocía por fuera. Mataron a alguien, pensó. Un muerto, un muerto. Gritaron desde los pasillos.

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Algunos se levantaron de sus asientos. El partido de básquet se interrumpió. Las miradas buscaban con ansiedad. Otros habían corrido a refugiarse. Y otros más caminaban morbosos hacia el lugar.

Ella caminaba temerosa. Primero se puso de pie. Quién podrá ser. Qué habrá pasado. Sintió nubarrones rondándole la cabeza. Avanzó lentamente hacia el remolino de gente que se agolpaba en el pasillo, antes de las escaleras.

Presintió que esa muerte le tocaba a ella. Que esos que estaban ahí, alimentándose del espectáculo de ver a alguien sin vida, con la sangre tibia, esparcido en el piso, inerte, no lo verían con sus ojos ni con su mirada.

Sus latidos estaban ahí, galopantes. Pero tenía que llegar, tenía que verlo. Un imán la atraía y llevaba, casi de la mano. A lo lejos otros gritos. Parecían abonos de llantos.

Sintió sus ojos acuosos, en medio de los diques conteniendo esa abundante agua con sal: era él, con los lentes desacomodados, derribado en los escalones y esos orificios repartidos en cabeza y pecho, y esa mirada extraviada, descompuesta.

Lo recordó rebosante de vida. Le había dicho él, su amigo, el periodista, apenas una semana atrás: no quiero que me levanten ni que me torturen ni que me den tiempo de despedirme ni de pensar en los que quiero y me quieren, que me disparen y ya, sin que me dé cuenta. Así. Nada más.

Siguió con ese discurso. Que accionen sus cuernos, de carro a carro. No voy a huir, no podré. No quiero prolongar agonías. Si acaso una chancita, antes de partir, para dedicar un segundo final a mis hijos. Y ya.

Y ahora estaba ahí. Parecía que le habían cumplido, que lo habían escuchado. Lo agarraron distraído, aprovecharon que iba a mear.

No pudo más. Abrió las compuertas y lloró desaforadamente. Soltó gritos y lo llamó por su nombre, queriendo despertarlo. Demasiado tarde.

Lo peor vino cuando llegó su hija, de apenas doce. Pronto manchó de sangre sus manos, la blusa rosa, el chor de mezclilla y su cabello con rayos naturales, de tanto abrazarlo y sacudir ese cuerpo, el de su padre, ahora silente.

Pasaron lapsos que ni el tiempo puede contar. El lugar se llenó de policías. Contestaban los radios de intercomunicación.

Platicaban por celulares. Tomaban nota en sus libretas pequeñas y miraban con frialdad, morbo y detenimiento.

Alimentaron la bola los reporteros. Es Arturo, musitaron con espanto. Arturo. Arturo. Arturo. Arturo. Se repetía el nombre del periodista, como un eco de diferentes voces, entre los asistentes.

Las llamadas telefónicas se multiplicaron. Hubo emisiones desde el lugar, para los noticieros de radio y televisión. Reporteros y policías se avisaban unos a otros. Era la noticia del día. Alimento para las portadas de los periódicos de la localidad y nacionales.

Y al siguiente día era el tema de conversación. En los cafés, las oficinas de gobierno. El comentario central en los noticieros. La foto en las primeras planas de los diarios.

Ella estaba empapada sobre su cama: el sudor viajaba de arriba a abajo sobre su espalda y las lágrimas regaban los poros tibios en su cara.

¡Rin! ¡Rin!

— ¿Arturo?, ¿Arturo, eres tú?… ¿todo bien?, ¡Estás bien!. ¡Uff! ¿Qué crees? Soñé que te mataban.

Columna publicada el 18 de abril de 2021 en la edición 951 del semanario Ríodoce.

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