Para Martín (Max Salgado) lo más importante es cantar rap, a Charly (René Miranda) le interesa ver más seguido a ese hijo que crece en otro hogar y a Sol (Ignacia Uribe) le urge encontrar a Canela, la perra que se le perdió. Quizás esos deseos solo sean el reflejo de una etapa complicada, de cuestionamientos y búsqueda; tal vez se trate de los constantes desacuerdos con sus padres, que cada vez los entienden menos, pero cuando los tres jóvenes piensan que están más perdidos que nunca, aparecerán señales de esperanza.
La primera película del director Luis Alejandro Pérez, Piola (Chile/2020), que llama la atención desde su título –entre los jóvenes chilenos, la palabra hace referencia a una situación o persona callada o tranquila–, expone la adolescencia en su plenitud: inconformidad, conflictos, miedos, intranquilidades y despertares que se manifiestan en no querer estar en la casa familiar; rehusarse a empacar las pertenencias para hacer la mudanza; salir con los amigos sin dinero y robar para conseguir alcohol y comida; llegar a dormir hasta al día siguiente, después de una noche de juerga; aparecer, otra vez, tarde y desvelado, a ese trabajo que, se supone, es muy necesario; dejar las clases por ir a noviar con ese primer amor que es mucho mayor y se comparte con alguien más.
En ese cuestionamiento existencial típico de esa edad, también, están el deseo de sobresalir, expresarse, hacer algo importante, destacar, dejar huella, crecer, ser alguien, encajar, adaptarse, ser escuchado, atendido, comprendido, disfrutar y ser feliz, aunque otros entiendan de eso ir en contra, pelear, hacer un conflicto de la nada, solo molestar, llamar la atención y toda esa larga lista de interpretaciones que se hacen para no empatizar (con ese que vive un proceso por el que ya se pasó, y de manera similar).
En mayor medida, la cinta no plantea una problemática nueva, el proceso de la niñez a la adultez temprana y toda su gran variedad de implicaciones, se han expuesto en otras ocasiones (Kids, 1995; Trainspotting, 1996; Réquiem por un sueño, 2000; Perfume de violetas, 2000; Donnie Darko, 2001; Elefante, 2003; La jaula de oro, 2013, entre muchas más), pero la virtud de Piola es la naturalidad con la que cuenta su historia, la honestidad de su trio protagonista, que los hace lucir como parte de un documental y que les da más credibilidad –al menos así se ve desde afuera, quizás para quienes tienen contacto directo con esa forma de hablar y ese contexto, no sea así.
En su estructura narrativa, desordenada, como un rompecabezas que necesita armarse, la cinta escrita por el propio Luis Alejandro Pérez se parece a Amores perros (2000), con un ambiente equivalente y hasta con un perro muy importante involucrado, con la diferencia de que ahora no es un choque lo que une a las tres historias, a los tres personajes y a las tres situaciones, sino un atropellamiento.
El filme disponible en Netflix tarda un poco en acomodarse: empieza lento y algunas situaciones se perciben más bien absurdas, pero en su segunda mitad se recupera y logra captar la atención del espectador y hacerle sentir que valió la pena invertir 102 minutos frente a la pantalla. No se la pierda… bajo su propia responsabilidad, como siempre.
Artículo publicado el 21 de marzo de 2021 en la edición 947 del semanario Ríodoce.