Malayerba: El festejo

Malayerba: El festejo

Para Alfredo Jiménez y sus líneas implacables

 

 

Jotapé estaba contento. Y no era para menos. Hablaba y hablaba, libre y relajado sobre ese triunfo legal. Su interlocutor, culichi de cepa y con varias cervezas en la panza, compartía el festín.

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Desde el otro lado del auricular, sentado, departía con sus amigos. Todos estaban en la frecuencia. Para algo iban a servir los quilos de camarones que le envió en aquella yelera.

Sí, compadre. Chingada madre: qué buena noticia. Seguramente ahí vas a estar mejor. En este lugar está cabrón. Son duros los chingazos, compadre. Y por eso, nada más por eso, vamos a brindar.

Se empinó las tecates como si se tratara de un frasco de geitorei. Sudaba todavía la peda de anoche y de antier. Y de nuevo estaba frente a los botes helados, que sudaban igual que él. Era lo único helado de aquel momento y aquella conversación.

Primero había que entrarle a ese veinticuatro de parguitos sudorosos y bien helados. Luego habrá oportunidad para esnifear ese pinche polvo.

Y la plática por teléfono continuaba. Y cómo están en Culiacán, cómo van las cosas por allá. Y mucho cuidado compadre. Acá la cosa sigue caliente y hay que cuidarse. No se crea: el infierno está aquí como allá.

Pero el negocio va bien. Usté ni se preocupe, compadre. Lo importante es que ya lo van a cambiar, que ya no va a ser igual. Ya lo verá. Y si no pa’qué chingados son tantos billetes para policías, jueces y abogados. Ya verá. De mí se acuerda.

Era una conversación fresca, sin distancias. Parecían hombres que igual se habían encontrado ayer en algún crucero, banqueta o calle. Pero como igual tenían mucho qué platicar y qué confesar para el festejo, era como si hubieran pasado meses, años.

Él ya estaba ahí. Ya había iniciado su peda, esa religión suya de viernes, sábado y domingo. Y de cualquier día. Sus amigos también. Los había invitado para finiquitar ese veinticuatro. Luego irían por más: por los chirrines o la banda, otros botes y lo que resulte.

Pero entonces entró esa llamada a su celular. Vio los números. El siete, el dos y el cinco en la pantalla del aparato. No dudó en contestar, sabía de qué llamada se trataba y de quién.

Era su compadre, desde el estado de México. El mero saludo ameritó varios gritos en señal de afecto. Luego las preguntas sobre la familia y no faltaron las referencias al “negocio”.

Habían estado negociando cambiarlo de lugar. Repartiendo lana aquí y otra allá. Que los abogados pedían esto porque ya casi se hace. Y así pasaron meses. No era tarea fácil sacarlo de ahí, pero los vacíos, las oquedades legales daban para mucho.

Y era la hora del resultado y de compartir las buenas nuevas. Ese era el motivo de la llamada. Tenían pretexto para el festejo, después de esas gestiones. Habían logrado dar el paso tan ansiado.

Jotapé no pudo contener más la noticia. Había dicho que su pecho no era bodega. Así que no pudo aguantar más: soltó el rollo como quien deja libres los esfínteres y da paso a los desechos.

De Almoloya, en el estado de México, lo pasaban a Puente Grande, en Jalisco. Y desde ahí, del penal de máxima seguridad de La Palma, le estaba llamando. Había logrado su traslado y jotapé se sentía con menos carga en sus hombros. Casi casi liberado.

Columna publicada el 28 de febrero de 2021 en la edición 944 del semanario Ríodoce.

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