Malayerba: La pedida

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La conoció en un centro nocturno. En esa jornada etílica y danzante tocaba un grupo de música norteña. De ojos azules: un azul que parecía mutar a verde, a intenso, que contenía lo profundo del mar y el cielo enfurecido y a punto del llanto. Así era ella. Deslumbrante y bella.

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Iba con unas amigas. Él con unos compañeros del trabajo. La vio de lejos e inmediatamente se sintió envenenado por esa sonrisa, esos ademanes, ese pelo lacio y rubio y ese andar de desenfado y al mismo tiempo cautivador.

Se acercó. La invitó a bailar. Ella lo vio, volteó a cruzar su mirada con la de sus amigas, desconcertada. Y aceptó. Bailaron una y otra y otra. Regresaron a la mesa para invitarse las cervezas y los buchanas, y seguir conversando.

En el baile ya habían intercambiado sudores y sonrisas. Sabían cómo se llamaba ella, pero no a qué se dedicaba su familia. Ella estaba herida de amor. Lo supo cuando él la tomó de la mano y la condujo al centro de la pista de baile. Luego, en el vaivén de esa canción romántica, sintió sus labios, un beso tímido, la tibieza en su cachete.

Así estuvieron, entrelazados y sudorosos. Esa noche. A las tres de la mañana terminó la música y los del sonido anunciaron que estaban próximos a cerrar. Tomaron sus cosas y él le dijo, Vámonos. A dónde. A donde sea. Al motel, a mi casa, a Mazatlán, a dar la vuelta. Tú mandas. Ella asintió con esa sonrisa fulgente. Amos pues.

Mantuvieron el ritmo del alcohol un par de horas más. Después ella ya no supo cuál era su pierna, dónde estaba su brazo: de tan fundidos, exhaustos y derretidos. Así pasaron muchas horas. Y luego días que solo tuvieron noche. Y ellos de la cama a la cocina, de ahí al baño y de nuevo a la cama.

Hasta que esa mañana que despertaron ella le dijo, Tengo que ir a mi casa, mis padres deben estar preocupados. Él le dijo, No hay bronca, vamos. Yo te llevo, sirve que conozco dónde vives y me presentas a tu mamá y a tu papá. Quiero hablar con ellos. Quiero que te cases conmigo.

Ella respondió como mejor lo sabía hacer. Sonrió y de nuevo se hizo la luz en ese rostro ya de por sí chispeante y coqueto. La luz nació en esa boca de fresa y subió a las mejillas y se instaló en esos ojos. Y emanó. Cuándo, preguntó ella. Cuando quieras, lo más pronto. Ya.

Llegaron a la casa. Dejó el automóvil afuera. Ya la esperaban. Había congoja y nerviosismo porque en todos esos días no habían sabido de ella. La abrazaron. A él le dijeron pásele. Se sentaron en la sala, hasta donde fue a recibirlos el padre. Mucho gusto, se dijeron.

Pues mire, señor. Con todo respeto. He conocido a su hija. Y pues estamos enamorados. Quiero casarme con ella y vengo a pedir su mano. El señor lo miró, juntó las cejas y arrugó la frente. Ah sí, preguntó. Sí, sí señor. Bueno, pues si ustedes se quieren y están seguros de eso, pues qué más puedo decir.

Era un hombre duro, de pocas palabras. Amigo y compadre de uno de los jefes de la mafia. Y usted a qué se dedica. Soy policía. ¿Policía? Sí, sí. Policía. Policía federal. El hombre se levantó, movió su mano hacia la espalda. Sacó una pistola. Jaló dos veces.

Columna publicada el 21 de febrero de 2021 en la edición 943 del semanario Ríodoce.

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