Le habían dado todo, sin pedirle nada. Ahora él les daba males: dolores de cabeza, insomnio, preocupaciones, una zozobra honda bajo el párpado inferior, unas manos gastadas de tanto tallarse entre sí, unos pliegues en la piel que cada vez se pronunciaban más, y una vejez apurada y reflejada con fidelidad alrededor de ojos, boca y en la frente.
Lea: Malayerba: La puerta https://bit.ly/33Ozi63
Era sicario. No por necesidad económica, sino por necesidad de poder. Disponer de la vida de otros le provocaba estertores. Disparaba el último tiro y sentía un hervor arterial, y cerraba los puños y apretaba la treinta y ocho y parecía el vampiro que recién chupaba la sangre del cuello de una joven doncella. Levantaba la mirada, sintiéndose fuerte. Bebiendo la energía eléctrica de un relámpago.
Les decía a sus padres que lo dejaran en paz. Esto es lo que me gusta, esto decidí ser. Si me lleva la chingada, pues ni modo. Ellos le respondían que podía seguir la escuela. Apenas había terminado la preparatoria. Agarrara una carrera. Nosotros te vamos a apoyar, mijito. Pero salte de ahí. Nos da mucho miedo ver que sales en la noche, de madrugada. Que te vas y no vienes a dormir varios días y no sabes de ti. Entiende que nos preocupas. Por qué no dejas ese ambiente, a esos de la clica, como les llamas, y estudias o trabajas en algo decente.
Ya dije que no. Respondió mientras se ponía una pechera, llenaba los cargadores de siete punto sesenta y dos y se terciaba el fusil. A los lados, una cangurera y fornituras. Todo de negro. En la mano llevaba el pasamontañas. Muchos dólares en la billetera, las llaves de la casa, de un carro seminuevo aparcado afuera y de otra casa que ellos no conocían.
No era el mismo. Era su hijo y no. Unas sombras que parecían moverse de posición pintaban su rostro, de día y de noche. Los ojos inyectados, los párpados nerviosos, un tic en el labio superior, unas manos ansiosas que temblaban a ratos. No, no era él. Otros habitaban en ese morro veinteañero que llevaba una vida de macarra, sin serlo.
Una vez tuvo que aguantar toda la noche, escondido en un canal de riego. La marina estaba cerca, buscándolos. Ellos traían a un levantado, a quien iban a torturar y luego matar. Y aguantaron ahí porque los del ancla no se iban. No sabían cuántos muertos llevaba en el pecho ni si tantos sumaban ya un cementerio: fosa común en el dedo índice, sangre de morgue en los nudillos, trozos de piel en la punta de las botas tipo militar.
Se cansaron. De insistirle e insistirle, pasaron al silencio de verlo llegar. Y verlo salir por esa puerta. Él le dijo, vieja, qué hacemos. Nada. No sabemos si va a volver. Cada vez que se va, una bendición. Ya de plano, le dijo él con los ojos anegados, mejor despídete de tu hijo.
Columna publicada el 09 de agosto de 2020 en la edición 915 del semanario Ríodoce.