Perlas de pepe

 

El Sinaloense. Melodía que desde hace poco más de medio siglo ha sido un atinado símbolo de identidad. Letra que recorre el paisaje del terruño y el perfil de sus moradores con pleno conocimiento. Canción que eriza la piel, sobre todo si se escucha en otras tierras: la intensidad con que cala el contenido es proporcional con la distancia. Canto que provoca un estallido de chauvinismo y sed y ansiedad, el deseo inmediato, si es que se está lejos, de regresar a la patria chica y disfrutar a plenitud todas y cada una de sus estrofas, empezando por esa que de golpe nos dice soy del mero Sinaloa donde se rompen las olas… y buscar una que ande sola aunque nos acusen de enamorados o, peor tantito, de ser el negro, el negro pero con suerte, el que no se le raja a la muerte y que venga, sin freno ni tapujos ese ¡ay mamá, mamá por Dios!

El Sinaloense. Reinvención constante de la alegría. Estruendo que maravilla tímpanos. Manifestación entrañable que ha recorrido millones de veces la geografía de nuestras fiestas tradicionales. Desde el cada vez más sofisticado, vistoso y soberbio carnaval de Mazatlán, hasta el más modesto jolgorio de un diminuto poblado de la zona rural. Indiscutible incitación al grito bravío y al brindis y al baile y me toquen El Quelite, después El Niño Perdido…

El Sinaloense, nuestro himno lúdico, que lo mismo es interpretado magistralmente por una de las mejores sinfónicas del país bajo la apropiada batuta del mazatleco Enrique Patrón de Rueda, que por la más rascuache e inexperta de nuestras bandas, no es producto, por increíble que parezca, de la inspiración de alguno de los connotados músicos que ha dado Sinaloa por puños. Por muy extraño que se vea —sobre todo para los que desconocían el dato, pues para los conocedores todo esto resultará ocioso—, el autor de esa música que se ha convertido en el símbolo auditivo de este bello rincón del Pacífico, geográficamente cerrado en un trapecio de la más pura claridad (según la definición de Enrique el Guacho Félix) es un hombre que nació en San Luis Potosí, se crió en Tamaulipas, le compuso un corrido a Monterrey y, para completar, otro a Sinaloa: don Severiano Briseño.

Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “El sinaloense: un retrato que peca de fiel”.

 

 

 

 

 

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