Los dedos

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Estaba cerca el festejo del día del niño y la maestra consiguió quién le diera raite en una camioneta, para irse de compras. Dulces, piñatas, regalos, pastel, globos y adornos para los salones. En la camioneta pocos adultos. Ella y los morros iban haciendo algarabía y muchos no conocían la ciudad: tan solo salir del pueblo, dejar atrás el terregal seco, las desnutridas milpas, los vericuetos enteleridos, era una fiesta.

La maestra era líder, matrona, la enfermera a la hora de los balazos. Aplicar el torniquete cuando las heridas provocaban hemorragias y gritos y un corredero. Aconsejar a los padres sobre sus hijos. Cuidar a las niñas de diez o doce, cuyas montañas ya asomaban en el hemisferio norte y el deseo centelleaba en sus miradas y las de los niños y jóvenes que las perseguían. Ella era el camino, la tierra, la vera, las flores y las espinas. La maestra de la escuela y todo.

Casi cantaba el viento con el paso de los morros sobre esa Silverado. Pero fueron apaciguándose poco a poco conforme se acercaron al retén que los militares habían instalado, justo a la mitad del camino. Los conos anaranjados y un uniformado con la mano en alto, apertrechado y con el chaleco antibalas, les ordenaba que se detuvieran.

Los murmullos se hicieron cada vez más enanos. Los ojos abiertos se abrieron más y los rostros se compungieron. Sabían que el ejército era otra cosa, que los narcos de la región podían controlar a la policía pero no a todos los militares. La maestra ocultó su preocupación y apretó el bolso de mano, donde traía los treinta mil pesos que le había dado el señor de las drogas, quien siempre financiaba la fiestas, las reparaciones del mobiliario, la pintura para la escuela, los juegos infantiles y las canchas deportivas.

Alto. Gritó el militar. A dónde van, qué llevan, de dónde vienen. Salió el jefe de una casa de campaña instalada a un lado del camino, donde los soldados mantenían un campamento provisional. Los dedos, quiero ver los dedos. Eran niños que iban a la escuela con regularidad, pero que luego se ausentaban por días. La maestra sabía, cuando le pedían permiso, a dónde iban: a rayar el terso y portentoso bulbo de la amapola, recolectar esa viscosidad de reyes y entregarla al capataz.

Los dedos partidos, las yemas arrugadas, como de anciano, los delataba. Quiero ver sus dedos. Los dedos, volvió a gritar el capitán. La maestra les explicó que iban a comprar dulces para la fiesta del día del niño. Y desvió la plática, antes de que los revisaran: tenemos hambre, nos dijeron que los militares son buenos cocineros, deberían invitarnos a desayunar. El jefe la miró y sonrió. Los soldados trastabillaron y ella insistió tanto que terminaron pasando a desayunar café, huevos revueltos y un poco de pan.

 

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