El sobreviviente inaudito: la historia de Gerardo Urquiza (Parte I)

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En agosto de 2008, Ríodoce publicó un reportaje en seis partes sobre la historia de Gerardo Urquiza Soto, un náufrago originario de El Castillo, Navolato. La historia fue escrita en primera persona para no restarle fuerza a un relato insólito y decidimos ofrecérselo íntegro al lector en esta Semana Santa, un tiempo propicio para leer y reflexionar sobre la vida, el destino, los valores, el apego a Dios… la muerte.

 

El 15 de agosto de 1998, los tripulantes del barco atunero Azteca III hicieron un descubrimiento extravagante: se encontraban cerca de la Isla Clarión, en el archipiélago de Revillagigedo, a 800 kilómetros de las costas de Colima, cuando el piloto helicopterista Miguel Ángel Navarrete, y el buscador de cardúmenes Ernesto Quintero, avistaron una pequeña embarcación que parecía a la deriva. Se acercaron a ella y observaron a un hombre desesperado que clamaba auxilio. Les hacía con una mano, una y otra vez, la señal de la cruz, mientras que con la otra apuntaba hacia el piso de la panga. Se acercaron un poco más y vieron el cuerpo inerte de otro hombre acomodado en el hueco de la proa.

¡Ya te vimos, no te preocupes; acuéstate, ahorita van a venir por ti!, le gritaron los tripulantes del helicóptero a través del sonido. El náufrago vio el aparato dirigirse hacia la isla, para perderse luego detrás de un cerro.

Gerardo Urquiza y Jorge Luiz Zavala habían salido de El Castillo, Navolato, el 20 de junio, con un cargamento que debían entregar un día después en San Felipe, Baja California. Gerardo recordaba bien la fecha porque fue la víspera del Día del Padre y porque le había prometido a su madre que regresaría para festejar en grande el Día de San Juan.

Pero se perdieron en el Mar de Cortés hasta esa mañana del sábado, cuando lo encontraron casi al borde de la muerte. Fue entonces que Gerardo se enteró, porque había perdido la noción del tiempo, que estuvo a la deriva 56 días con sus noches, y que 39 de ellos lo hizo al lado de su compañero muerto, al que prometió en vida no tirarlo al mar. Esta es la historia, contada por el sobreviviente.

Para el día 24 aquí voy a estar, le dije, o sea, el Día de San Juan. Mi amá me echó una maletita; ella me echaba las cosas cuando tenía un viaje; me echó sudadera. Yo me aventaba tres días en el viaje, iba, entregaba y me regresaba en avión. Ya me despedí de mis tíos, de mi amá, de mi apá, y ya me llevaron para el Aguape, por dentro de la Pipita, en una doble rodado, una Ford de Pedro Q, que vivía en el Aguape. Ahí estuvimos.

Cenen plebes, nos dijo el bato. Era el 20 de junio, fue un día antes del Día del Padre. Ya llegamos, cenamos; una señora nos guisó comida, tortillas calientitas y le dije al compa que iba a ir conmigo: coma compa, porque quién sabe cuándo volvamos a comer calientito.

Nunca había visto al compañero, ahí me lo presentaron, a un lado de la panga; la panga la tenían arriba del rebiate, en la casa de Pedro Q. La panga ya traía la carga bien tapada con la fibra. Ahí mismo la arreglan, llevan algún trabajador para que haga el trabajo y queda como una panga normal.

Llevamos 19 tambulacas de 50 litros de gasolina. Revisé la panga cuando todavía estaba arriba del rebiate y les dije: qué onda, falta comida y falta una brújula aquí. Ahí estaba el patrón; le decían el Cuy Piris. Ustedes váyanse pa’l Castillo, dijo, yo allá les voy a caer en tu casa y les llevo las cosas, la comida y la brújula. Ah, bueno, le dije, está bien, pa’ cuando lleguen ustedes, allá les voy a tener todo. Bueno…

Miré todo en la panga, me subí a la camioneta y jalamos el rebiate desde la ranchería. Ya la bajamos en el Aguape, bajamos la panga como entre seis gentes, chequé el motor, lo prendí, y ya. Prendí un cigarro y me dijo el señor que iba conmigo que si qué tan lejos estaba El Castillo de ahí. Le dije aquí está cerquita; era un señor como de 45 años.

Y nos fuimos despacito en la Rosy, una lancha blanca por fuera y gris por dentro, de 23 pies. El motor era un Johnson B-4 de 105 caballos.

Eran como las ocho o nueve de la noche de ese sábado; nos fuimos quedito porque estaba baja el agua; duramos como una hora y ya cuando íbamos llegando, le di todo al motor; como tres cuartos para ver cómo levantaba la lancha, calarla, y sí, levantó el motor y cayó la lancha; todo estaba bien; ya cuando llegamos a las cooperativas le bajé; antes de llegar a la casa, llegué con Beto y le pedí que me vendiera un reloj. Sacó un Casio y me lo dio en 50 pesos. Luego me amarré en la bodega que está cerca de la casa y me fui a la tienda, no entré a la casa. Compré encendedores y unos dulces. Yo paso la carretera y llego a la tienda de doña Susana.

A dónde vas me preguntó; voy para afuera, voy a trabajar; voy a agarrar billetes. Cuídate mucho; sí, ya sabe que voy y vengo de volada. Entonces ya compré mis pipilucos… y en eso miré que pasaron dos comandos de guachos para El Contrabando, y en eso llegó también la camioneta de los patrones. Me fui a la lancha… ¿Ya están la cosas arriba?, ¿va todo?, ¿brújula?, ¿todo? Don Piri, ¿ya echaron todo? Sí, todo, impermeables… ah, pues entonces vámonos. Sí, ya váyanse, para que le ganen el jalón a los guachos, no vayan a poner un retén.

Me fui por El Castillo viejo. Ya me paré en el faro y le dije al compa que buscara una lámpara en el cartón y sí, ahí había una lámpara. Y ya le dije: mira, esa es la barra, de ahí se ve, de faro a faro. Ya eran como las diez de la noche; le hice el intento dos veces para brincar la barra pero luego luego me alcanzaba la otra ola y no me dejaba maniobrar; entonces le dije: ¿Sabes qué?, nos vamos a amarrar aquí, aquí vamos a dormir; la señora nos había echado cuatro tortas. Y me comí una y le dije: hay que dormir. Él se acomodó en la proa y yo en la popa. Me eché la sudadera encima. Yo era el capitán, él tenía 15 años que no venía para acá. En el Barco hundido no pegan las olas, es como una laguna. Así que en chinga nos dormimos.

 

Horas después

Ya en la mañanita prendí el motor, nos comimos otra torta cada uno, y ya; un foquito, lo que consumía para no dormir, y él unos pases (de cocaína), lo que consumía para no dormir. Cada quien llevaba lo suyo: yo llevaba “cristal” y el señor motita, pura motita… y perico. Yo llevaba 12 dosis de 50 gramos; yo me echaba mi sudadera encima para taparme y él sabía lo que iba a hacer; mientras, él hacía lo suyo. Cada quien, pues. Lo hicimos y vámonos.

Ya salimos otra vez, pusimos la tambulaca y nos fuimos. Para cada cambio de tambulaca hay que pararse; me paré en Dautillos, me paré enfrente de la Reforma, y a las tres tambulacas llegamos al Farallón (enfrente de Topolobampo). Entramos por este lado, entre el cerro y Topo; me encontré varios pescadores. ¿Quiubole?, ¿no hay nada? Era fácil porque afuera no llevábamos nada, llevábamos la cimbra, como cualquier pescador y hasta ese momento no ocupaba la brújula porque nos fuimos costeando.

Pasamos Topo y seguimos hasta Guaymas. Fue al oscurecer cuando llegamos; yo quise llegar hasta la orilla para subir comida, pero no quiso, dijo vámonos, tú descansa y yo navego. Bueno, saca la brújula. La buscó pero no había nada, no nos habían echado la brújula. Después he pensado si esto no estaba planeado. Y me dijo no te preocupes: yo conozco bien aquí, yo me la llevo; me voy a guiar por el resplandor de San Felipe. No sé si traía broncas. Lo que me dijo es que tenía 15 años trabajando para el compa Cuy, y que se quería casar con una mujer de una cantina. Ya había tenido una mujer, y tenía hijos, pero quería casarse, y esta mujer le pedía que arreglara la casa. Eso me dijo…

Antes de salir de Guaymas me pegué con unos compas y les dije qué ondas, ¿no hay chanza ahí de conseguir una brújula? Y me dijeron que sí, que los siguiéramos. Yo ya había estado ahí otras veces, yo no ocupaba nada más, pero la brújula sí. Llevábamos todo: 12 litros de agua, cuatro bolsas de tortillas de harina, cuatro latas de chiles jalapeños, seis atunes; lo que consume uno para llegar hasta allá. Y cuatro klamatos, porque cada vez que voy los llevo por lo saladito. Sígueme, me dijo el bato. Estábamos en la Chicha de cabra, y a Jorge no le gustó, como que tuvo desconfianza y me dijo: mejor vámonos. Pero no llevamos brújula, le dije, no llevamos nada, ni teléfono. No, pero no hay pedo, yo conozco bien aquí, aquí trabajo de Guaymas a San Felipe en un barco camaronero. Y confié en él. Yo estaba cansado, había gastado como diez tambulacas, y pues, le dije que sí. Y me acosté a dormir.

Y por ahí corrió. Como a la media noche: ¡tras!, tronó el motor. Y desperté: ¡qué ondas! No, pues se apagó el motor, ¿qué ondas?, ¿aquí nos quedamos? No. Y lo volvimos a prender y reanudamos; yo me volví a acostar y no sé qué rumbo tomó. Te estoy diciendo la verdad, y me duele porque tuve un poco de culpa; yo era el capitán y no debí haberle soltado el motor al bato, porque yo era el que sabía cómo estaba el pedo.

Reportaje publicado el 9 de abril de 2017 en la edición 741 del semanario Ríodoce.

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