Malayerba: Un favor para mi primo

Malayerba: Un favor para mi primo

Un cateo en una de las casas ubicadas en las cumbres de la ciudad. El grupo elite del ejército irrumpió en la fortaleza aquella en busca de lo que fuera: armas, droga, papeles, huellas, indicios, rastros.

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La casa encumbrada. El capo dueño encumbrado. Su hijo encumbradito. No podían permitir que las fotos del operativo y de la edificación misma fueran publicadas en los diarios locales. Pura quemazón.

Un reportero de la vieja guardia era su contacto. Fungía como jefe de prensa del cartel local de la droga. El reportero andaba a veces borracho, otras crudo o drogado. Pero siempre armado. Una negra nueve milímetros.

El reportero tenía una misión. Así se lo había encargado el hijo del capo aquel. Tenía que controlar a la prensa, a los medios de comunicación y a los reporteros. Al menos a los de la sección policiaca. El objetivo: que no se publicaran fotos del cateo.

Tenía que ofrecer. Podía ser una pistola, un arma nueva con todo y cartuchos. Uno, dos fajos de dólares. Droga, favores. Lo que fuera. Sólo debían responder que sí, que la foto no se publicaría, que no habría problema. Hecho.

El siguiente paso fue recorrer las redacciones. Hacer llamadas telefónicas, buscar a algunos de los reporteros o bien con sus jefes. Hacer contacto con los fotógrafos y camarógrafos que estuvieron en el lugar cuando revisaban los del ejército.

El turno fue para Rafael. Rafael el fotógrafo estrella: audaz, temerario, valiente. La vagancia se le da. Se le da el atrevimiento. Le vale madre todo, le vale que lo acusen, que lo amenacen, que lo señalen con el dedo de la flama los que mandan en la ciudad.

A Rafael lo cita su jefe. Vamos al café. No faltes, cabrón. Nos andan buscando los de la casa aquella que catearon los militares. El jefe quiere vernos. Su hijo quiere vernos. La mafia, los mañosos, quieren pararlo todo. Que no se publique.

La cita era en un restaurante. A esa hora la cafetería está sola. Un restaurante nuevo. El lugar es seguro porque no va la policía. No merodean por ahí los gatilleros ni las putas ni los orejas.

Rafael ahí. Otros reporteros y fotógrafos también. El editor de la sección policiaca de uno de los diarios de mayor circulación en la ciudad entre ellos. El capo júnior llegó poco después. Pero ya los entretenía el reportero que los había convocado.

Pues se trata de esto: no publiquen la foto, publiquen la nota y todo, pero no queremos ver la foto de la casa en los periódicos. Y les vamos a dar billetes. Muchos billetes. Dólares. Pero tienen que jalar.

Rafael ahí. Pensó en sus mejores fotos, los ángulos que se esmeró en buscar, los del ejército en posición de ataque, sus armas, la parafernalia del equipo, los uniformes, los chalecos y los fusiles fal.

Y él con su clic-clic para todos lados. Moviéndose. Retando al tiempo, a las manecillas, a las siluetas, cazando la eternidad de ese momento del cateo.

Dinero, dinero. Pinche dinero. Para qué quiero dinero. Bueno pues, le dijo. Bueno, una pistola. Qué te parece esta: glock, de cachas de oro, dos cargadores abastecidos. No, no me interesa. No quiero dinero ni arma. Quiero otra cosa. Quiero pedirle un favor.

Lo que quieras, le contestaron.

Quiero que me hagan un favor, uno muy especial: tengo un primo que quiere entra al negocio, a él sí le gusta la lana, le gustan las armas. Hecho, dile que me hable a este teléfono.

Fin de la negociación. Las fotos fueron destruidas, guardadas. Las fotos eran reveladoras, pero ellos no querían que se hiciera ruido. Y nunca se publicaron.

Artículo publicado el 14 de enero de 2024 en la edición 1094 del semanario Ríodoce.

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