Malayerba: La plaza caliente

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Llegó hasta ahí siguiendo el olor que expedía esa entrepierna morena.

Y a la salida de la bocacalle, entre la penumbra y la deficiente luz de una lámpara pública, lo interceptó un señor joven, con el aspecto vestido de sombras nocturnas bajo la visera de la cachucha.

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Qué andas haciendo por aquí. ¿Yo? Nada. Vine a acompañar a una amiga, a buscarla. Vive ahí, en esa casa amarilla. Pero no está.

El desconocido le pidió que se identificara. Y lo primero que se le ocurrió fue decir la verdad, pensando tal vez en salvarse o garantizar que aquello no pasara de una simple confusión: soy reportero.

Mira, le dijo, aquí tenemos nosotros un jale, una oficina. Es más bien una casa de seguridad. Nosotros trabajamos por aquí, controlamos todo. Así que no andes con chingaderas ni busques desmadre ni nada. Porque entonces te va a ir mal.

Te he visto aquí, rondando. No serás un Afi o gente del gobierno o militar. No nos estarás espiando, vigilando. Más te vale que hables, cabrón.

Y siguió con esa perorata amenazante. Sin preguntar en qué medio le dijo que estaban hasta la madre con los periodistas, que se estaban metiendo mucho en el tema del narcotráfico, de la maña, contra ellos.

Él le aclaró que era reportero de radio. Pero aquel siguió: es que se están pasando de la raya, sobre todo ese periódico de La Verdad, y los jefes están encabronados.

El comunicador sintió el filo de las palabras. Su mirada rozó el hilillo brilloso de los ojos del desconocido. Empezó a sentirse incómodo. Le pareció que el tipo estaba borracho, pero no llegó el tufo etílico a sus fosas nasales. Tal vez ande drogado.

Había llegado hasta ahí siguiendo a esa mujer. No había nada formal entre ellos pero esos chapuzones entre sus brazos y los besos tibios, apenas tocados los labios, lo estaban envolviendo en una brujería amorosa pero incierta.

Sólo el amor lo tenía ahí, en esa colonia de calles oscuras y arbotantes deficientes, a las once de la noche.

Sin carro ni dinero para el taxi, acompañó a la joven a su casa. Buscó en el trayecto, primero en el camión urbano y luego mientras caminaba, abonarle algo a esa calentura que lo estaba carcomiendo y que lo mantenía goteando.

Pero no hubo nada. Ella no soltó y lanzó acaso tímidas sonrisas, coquetas miradas, toqueteos de brazos y manos y dedos y caderas. Y nada más.

Estaba ahí siguiendo, percibiendo sus olores, buscándolos, esculcando más allá. Ese perfume, el champú que expedía de esa cabellera exuberante, el sudor de flores en los pliegues del brazo, muñecas y cuello. Y ese andar espectacular, como partiendo plaza.

La seguía, asediante. La esperaba, escondido tras las esquinas y los arbustos. La estudiaba gozoso, mirándola desde lejos, a metros de distancia, sin que ella lo percibiera. Era una mujer, un mujerón. Y quería que fuera para él.

Así que valía la pena regresar a pie de punta a punta, en medio del frío y la penumbra de las colonias culichis. Entre las piedras del arrabal y las bolitas de mariguanos escondidos en los baldíos, arrinconados bajo cualquier marquesina.

Todo eso en busca de esos brazos cenizos, con tal de verse en esos ojos dormilones y chispeantes. Todo, incluso ese desconocido verborreico que no paraba de amenazar.

Pinches reporteros. Que no se metan con la raza, con la maña. Los jefes están encabronados con ellos y no quieren que les calienten la plaza.

Él lo escuchó todo y pronto se acostumbró. Se despidió sin decir nada más. La plaza no estaba caliente pero él ardía por dentro pensando en ella.

Artículo publicado el 24 de diciembre de 2023 en la edición 1091 del semanario Ríodoce.

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