Era una pandilla bien organizada. Todos para uno. Pero de poca monta. Eso sí, se querían un chingo y hasta los huateques, como los golpes más osados, los hacían juntos e ilusionados.
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Esa vez le llegaron al Sopletes. Era un carrocero. De los buenos. Se la pasaba lijando, aplicando el bondo, con la pistola de la pintura en la mano derecha. Ese peto que más bien parecía delantal: salpicado por rasguños de colores, puntos, tirol de pastas.
Ya se habían aventado varios jales. Y de diferente naturaleza. Asaltos, robos nocturnos a comercios, venta de droga en pequeñas cantidades, robo de automóviles y uno que otro muertito.
Todo está apalabrado. El jefe de seguridad nos explicó dónde está la caja fuerte. Esa noche va a haber mucha lana porque no van a hacer corte sino hasta el otro día. Y lo mejor: el lugar estará solo y todito será para nosotros.
El panorama no podía ser más optimista. Cada uno se quedaría con una buena lana. Él saldría de carrocero y los otros tendrían para su polvo y el pisto. Para armar fiestas durante varias semanas y sorberse todo de un solo trago.
Ninguno de los otros trabajitos les había dado para tanto. Terminaban prorrateando el botín de esos asaltos en los que parecían obsesionados por los centavos. Esta vez sería diferente.
No irían por la morralla. Ahí, detrás de la pequeña puerta de la caja de acero los esperaban los billetes, gruesos, a puños.
Así que necesitaban el soplete. Él estaba ahí, debajo del carro de su tío. Ya tenía días ahí, lijando, soldando partes del piso, corrigiendo las abolladuras. Pero no le había dedicado el tiempo suficiente. Así que avanzaba en abonos.
Vio los zapatos de El ruli asomándose a un lado de la llanta. Supo que era él por esos cordones remendados y la bastilla descosida. Esa mezclilla eterna. Parecía que vestía invariablemente con el mismo pantalón.
Eh, bato. Hay jale para la noche. Necesitamos el soplete. Presta. Parecía todo muy fácil. Llegarían ahí, de madrugada, al teibol. El dinero los esperaba y no era poco. El jefe de seguridad les había explicado cómo llegar. Las alarmas estarían desactivadas.
Emprendieron el viaje a la medianoche. Quedaron de verse en casa de El luisito. Era el nido, la guarida. Con soplete, llaves, linterna y otras herramientas. La cajuela guardaba los instrumentos que alimentaban esa esperanza.
Sale bato. Ya nos tocaba. Mira nada más. Es sólo llegar, abrir esa madre, agarrar la lana y pelarnos. Cuichi mi Ruli. Yastá carnalito.
Los recibió la fachada luminosa del lugar. Pero ellos no entrarían por ahí, sino por la puerta de atrás, donde está el estacionamiento. Ingresaron. penumbras. Antes de prender la linterna tropezaron con los sillones y las mesas.
La caja fuerte los esperaba. Movieron botones y giraron perillas, tal como lo había explicado el de la seguridad. Prendieron el soplete. Fsfsfsfsfsfsfssfsfsfs. Estaban haciendo una ranura. Por ella tenía que caber la mano delgada de El serchas.
El fuego siguió avanzando. Venció al acero una y otra vez. Violó esa virginidad sólida y gris. Pero la llama se hizo más flaca, cedió. Qué pasó pinche Sopletes. Pos nada. Se acabó el gas.
Se quedaron sentados ahí un buen rato. Sin recipiente de gas para surtir de nuevo. No se miraron ni dijeron nada. El ruli agarró las herramientas y se fue. El resto hizo lo mismo.
El sopletes sigue ahí, de carrocero. Se enoja y se ríe, no más se acuerda. Chingado. Si hubiera llevado el tanque de gas. Si lo hubiera llenado.
Artículo publicado el 26 de noviembre de 2023 en la edición 1087 del semanario Ríodoce.