Le tenían miedo. Es un perro, decían. Los policías que habían sido sometidos a su entrenamiento terminaban cuadrándose: este bato está pesado, sí sabe cómo entrenar a la raza, sabe de todo, y es duro, bien duro.
Tenía antecedentes militares. Su paso por el ejército, presumía a gritos, incluía entrenamiento en las fuerzas especiales.
Mediana estatura y de aspecto chilango. Traía en las mejillas esos mapas rojos que dejan el sol culichi durante el verano insolente de agosto. Lo trajo del centro del país el jefe de la policía. Llegó con todas las confianzas del director y se quedó en la corporación.
Le dijeron: de ahora en adelante eres comandante, te vamos a dar este grupo para que hagas investigaciones, pero también vas a estar a cargo del adiestramiento, de entrenar a toda la policía. Chíngatelos, si es necesario, pera que aprendan.
Ni en el ejército, con todos esos cursos, esos diplomados, el entrenamiento, las estancias, los viajes y los operativos de las fuerzas especiales, le habían dado tanto: comandante. Soy jefe, jefe, jefe. Se oía el eco de las voces que le llamaban.
Firmes. Marchen. Uno, dos, uno, dos. Ritmo, fuerza, disciplina, convicción, entereza, ética, fortaleza, voluntad, estrategia, táctica. Órale cabrones. No sean flojos, pinches güevones. Arriba. Adelante: un-dos, un-dos, un-dos.
De cincuenta en cincuenta fue enseñando a los policías: les dio instrucciones para persecuciones, operativos en crisis de rehenes, detenciones, accionar de armas de fuego cuando el agente era perseguido y sin detenerse.
Manuales operativos de tortura y sometimiento de detenidos. Defensa personal, rapel, tiroteos en lugares públicos. También les dijo cómo subir y bajarse de la patrulla, y cómo sostener el arma en los traslados.
Les dio un aerrequince. Lo desarmó en segundos. Les dijo: tienen que durar esto o menos o mejor se van a vender paletas al parque. Rapel, operativos en casos de secuestros, puntería.
Los policías sacaron el bofe. Está duro este comandante. Y de jefe no lo bajaban.
Cuando lo tenían enfrente lo presentaban como un tipo duro, un militar. Pero insistían mucho en que era recto, honesto. El honor, señores, el honor, la ética, la honradez. Eso es lo mejor señores, les cantaba él.
No quiero ratas en la corporación. Los policías que agarran dinero van a salir como pedo, los meto a la cárcel. Los que anden con la maña, con el narco, a la chingada. Mejor váyanse de una vez.
Y todos: ta duro este bato. Y tiraban el corazón, la grasa con todo y panza, y los latidos no los dejaban respirar, y la respiración entrecortada, excitada, no los dejaba en paz.
Los polis terminaban raspados. Algunos con cortadas que luego se hicieron cicatrices. Otros con fracturas, el pelo a rapa, la cabeza mojada, los ojos saltados y los músculos podridos, de tan molidos.
Le quitaron la responsabilidad de instructor cuando se pusieron duros los homicidios. Lo mandaban al norte y al sur, y no terminaba una encomiendo cuando le encimaban otra y otra.
Desapareció del mapa cuando le abrieron un expediente por abusos y amenazas. Se le acumularon las quejas y los señalamientos de que había hecho trampa. En los cateos, lo acusaron de robo.
Hasta que apareció encajuelado, con tiro de gracia y varias cortadas en pecho y cara.
Los sicarios le habían dejado un recado: por andar en la maña y meterse en el bando contrario.
Artículo publicado el 12 de noviembre de 2023 en la edición 1085 del semanario Ríodoce.
