Malayerba: ¿Y lo va a dejar ir?

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El conductor andaba fuera de sí. Andaba ido, como un zombi. Autómata, transitando sin mirar ni escuchar, por la Ángel Flores. Anda borracho el compa. Qué borracho ni qué nada: anda bien drogado, anda pasado el señor, dijo uno que lo vio todo.

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Toda la calle era suya. Los policías estaban en la esquina, evitando que los peatones pisaran el cemento fresco y los adoquines apenas instalados sobre el concreto. Los policías recios a la hora de exigir, gritar e insultar a los que iban a pie: no puede pasar.

Y en la calle no había nadie, ninguna otra unidad circulando. Ambos lados tenían automóviles estacionados y él empezó a zigzaguear. Navegó y naufragó a lo ancho hasta que les pegó a una camioneta y un automóvil estacionados.

Los policías lo vieron. Y se le echaron encima, corriendo. Ambas unidades eran de los agentes preventivos que regañaban a los de a pie, uno de ellos era comandante. Les avisaron. Ese es. El de la camioneta, pero no se quiere parar.

Los agentes lo rodearon. Le gritaban párate cabrón. Y él siguió en las suyas, como si no hubiera chocado. En lugar de darle para adelante, entrampado entre la camioneta y el automóvil contra los que se había estampado, le dio para atrás. Y al revés.

Hundió su defensa en el guardafangos de una de las unidades. Con la parte trasera de la Cheyenne levantó la pintura y abolló la carrocería del otro. Se hacía para adelante, luego para atrás, como insecto atrapado por la telaraña.

Y siguió ido. Los policías le gritaban. Detente, pérate, a dónde vas. Y él como si no los viera. No oía ni volteaba. Siguió soldado al volante y a los pedales, viendo solamente hacia delante.

Baja los vidrios. Ábrenos, abre la puerta. Bájate cabrón. Párate hijo de la chingada. Párate. Los policías hablaron a tránsito. Ya era una veintena de uniformados: uno de ellos se trepó a la ventanilla del lado del conductor y logró desviar la camioneta hasta un estacionamiento.

El comandante caminó con firmeza hacia el conductor. Hizo sonar sus pasos y levantó el cinto de la fornitura. Una leve sobada a la cacha de la cuarenta y cinco no está de más. Abrió la puerta del conductor y reclamó con firmeza.

El de la camioneta lo miró y le dijo soy fulano, fulano de tal, hermano del jefe. Ah, sí, claro, jefe, jefe, jefe. Qué anda haciendo, orita lo arreglamos. Hizo unas señas a sus subordinados. Es el jefe.

Los tránsitos levantaban uno de los guardafangos. Los policías preventivos jalaban del otro lado, para enderezar uno de los extremos de la defensa trasera. Le arreglaban acomedidos la camioneta. También le echaban la mano con los carros estacionados.

Él balbuceaba. Era el rey entre desconocidos. El dios, el jefe, el pariente del número uno. No jefe, con nosotros no hay problema, ya sabe, usted manda.

Y el jefe se agachaba y sacaba pacas de billetes verdes. Y ellos decían que sí, pero que al ratito, que aquí no. Malíciela jefe, ya que se vaya la gente, ya que estemos solos. Ahorita que demos una vuelta. No es nada. Ni se preocupe.

Y el jefe ido. En la estulticia plena. En el limbo de los dioses idos de la mente. Le ofrecían llevarlo a donde quisiera, escoltarlo, servirlo. No vaya a ser que le pase algo, jefe.

Oiga, tan gachos que son ustedes con la raza que quiere pasar al otro lado de la calle y mire cómo son con este, ¿Lo van a dejar ir?, preguntó uno que atestiguó.

No, cómo cree, respondió un poli. No lo vamos a dejar ir así nada más. Vamos a esperar a que se reponga.

Artículo publicado el 11 de diciembre de 2022 en la edición 1037 del semanario Ríodoce.

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