Malayerba: Sin balas

malayerba-sin balas

Piloto y navegante solo ven los fogonazos: son como destellos, luces rojas que se pierden rápidamente, fuego intenso que emerge de entre los matorrales de mariguana y amapola. Pero no hay ruido ni siluetas.

Era una cañada honda y accidentada. Un plantío tupido los esperaba. El helicóptero, un Bell 212, asediaba la zona. Las plantas estaban crecidas y listas para la cosecha. Como si fuera un cortejo amoroso, la nave se acercaba con ese sigilo estruendoso.

Pasó una vez y nada. El líquido estaba listo. La estructura colocada en la parte inferior del helicóptero se preparaba para esparcir el fumigante. Pero había que dar otra vuelta para asegurar la zona.

Hicieron una segunda ronda. Bajaron lentamente y esparcieron el líquido destructor. Y entonces llegaron esas luces intermitentes, señal inequívoca de que alguien les estaba disparando desde el plantío.

El piloto fijó la vista, pero no pudo distraerse mucho para no dejar de maniobrar en esos angostos espacios. El navegante volteó a ver al piloto. Ambos se hicieron una seña: les estaban disparando.

No vieron nada. La pregunta no era cuántos ni con qué. Ni siquiera desde dónde. Sino cómo le harían para salir de ahí, en poco tiempo, y sin recibir más impactos en el fuselaje del helicóptero y de ellos mismos.

El piloto regresó al punto inicial de la operación. Su compañero vio una silueta que se movía, amorfa y sin rostro, en el sembradío. Luego lo divisó agazapado, escondiéndose en una cueva.

Volteó para atrás de la nave. Siete soldados y un oficial andaban en la luna. Nadie oyó ni vio nada. A gritos, el navegante les avisó: ¡Nos disparan!, ¡Nos disparan!, ¡Tenemos que salir de aquí!

A gritos y señas le explicó que era uno el agresor. Que traía un arma larga. Que estaba escondido en aquella cueva, al pie de uno de los cerros, esquineada.

Tienen que disparar. Si no, pura madre salimos de aquí. Los soldados se miraban. Unos se acomodaron el casco. Todos estaban asustados, a la expectativa. Se asomaron y con el dedo el oficial apuntó hacia el objetivo.

Ya no había judicial federal ni programa de destrucción de plantíos de enervantes. Estaban en peligro. Era lo único en que pensaban: se olvidaron de fumigar y prepararon el escape. El Bell retrocedió un poco, buscando ser menos vulnerable.

De nuevo le hizo ronda, pero esta vez fue a la muerte. Con lentitud y precisión pasó a un lado de la cueva. La orden del navegante de la pegerre había sido precisa: disparen a la cueva antes de que él nos dispare a nosotros.

Con la cueva a distancia de tiro salieron dos nuevos fogonazos. Los militares habían disparado. El navegante se desconcertó. No dijo nada. Habían logrado disparar primero y estaban saliendo de la cañada.

Media hora de vuelo. Destino: el helipuerto de la zona militar. Todos callados. La tensión de aquello que dejaban atrás y que pudo convertirse en un enfrentamiento fatal los había vaciado.

Todos estaban ya bajo la nave. Caminaban juntos y todavía con el estruendoso movimiento de hélices el navegante le espetó al oficial. Qué pasó. Por qué no dispararon más que dos tiros.

El oficial tanteó sus armas, un fal y una nueve milímetros. Sacó el cargador de ambas. Nada. Habían ido a una práctica de tiro y de ahí, intempestivamente, les asignaron la destrucción de plantíos. Y nadie traía balas: solo esas dos en la pistola escuadra.

Artículo publicado el 09 de octubre de 2022 en la edición 1028 del semanario Ríodoce.

Facebook
Twitter
WhatsApp
Email
  • 00
  • Dias de Impunidad
RÍODOCE EDICIÓN 1108
GALERÍA
Suman cuatro cuerpos localizados en fosas clandestinas en las inmediaciones de Alturas del Sur y la Facultad de Veterinaria y Zootecnia, al sur de Culiacán en menos de 48 horas.
COLUMNAS
OPINIÓN
El Ñacas y el Tacuachi
BOLETÍN NOTICIOSO

Ingresa tu correo electrónico para recibir las noticias al momento de nuestro portal.

cine

DEPORTES

Desaparecidos

2021 © RIODOCE
Todos los derechos Reservados.